Se dice que Gladstone, el gran primer ministro junto con Disraeli de la época Victoriana, fue quien estableció la costumbre dentro de la democracia Inglesa de que la discusión del presupuesto anual fuera el gran momento parlamentario cada año.
Algo parecido debería suceder en Colombia con el proyecto de presupuesto para la vigencia del 2017, cuya discusión debe comenzar en los próximos días. Debería ser el momento en que nuestro Parlamento podría demostrar que no traga entero todo lo que le presenta el Gobierno, y para que recuerde que el debate por excelencia del control político es el del presupuesto.
El presupuesto para el año entrante cuyo valor asciende a 224 billones de pesos, presenta un desplome monumental en la inversión pública del Gobierno central del 10,4% con relación al presupuesto que se está ejecutando en el 2016 (con recortes). Si no se le compara con el presupuesto recortado del año en curso sino con el básico que se aprobó originalmente, el hachazo a la inversión del Gobierno central excede el 30%.
Probablemente nunca en la historia presupuestal reciente del país se había visto una masacre de la inversión pública de las dimensiones que entraña el proyecto de presupuesto para el 2017. Para un año, además, en el que comenzará el posconflicto si la paz se firma. Y para el cual se requerirá una inversión pública robusta: no enclenque como la que se propone en el proyecto de presupuesto. Y cuando habría toda la justificación para reactivar la economía con más gasto público productivo.
Para no fatigar a los lectores con una catarata de cifras, piénsese solamente que al solo sector agropecuario -clave para el posconflicto- se le decreta una gigantesca reducción en sus partidas de inversión del 41% con relación a las que viene ejecutando este año.
Cuando hay que recortar un presupuesto el hachazo siempre recae sobre la inversión, el sector más frágil e indefenso así sea el más importante. Otros rubros como las pensiones, los salarios, las transferencias están protegidos contra los recortes con un escudo a menudo de origen constitucional.
¿Por qué hemos llegado a esta calamitosa situación en las finanzas públicas? Porque no hicimos la reforma tributaria estructural a tiempo, y porque en los últimos años se le dio inexplicablemente largas a la corrección de las cuentas fiscales.
Por ejemplo, en el 2014, cuando ya se conocía de sobra la caída de los precios del petróleo, en vez de la reforma tributaria improvisada que se hizo en aquel año que no condujo a nada distinto que a elevar las tarifas empresariales a niveles estratosféricos, hubiera sido el momento para hacer una buena reforma tributaria. Pero no se hizo.
Ahora el Gobierno está contra la pared: víctima de su propia tardanza en reaccionar para corregir el desbalance fiscal monumental que dejó acumular, y obligado a tramitar una reforma tributaria (¿si irá a ser estructural?) a las volandas, en unos tiempos políticos que forzosamente tendrán que coincidir con los calendarios del plebiscito de la paz en lo que queda del segundo semestre de este año.
Pero no hay alternativa. Si se quiere recomponer siquiera a niveles parecidos a los del 2016 la inversión pública del año entrante -a través de un presupuesto adicional que se tramitaría en el 2017 con el producido de una ambiciosa reforma tributaria en términos de recaudos- no hay otra alternativa, así sea tardíamente, que tramitar ya dicha reforma.