No habían dejado de resonar los disparos que segaron la vida del presidente haitiano en su propia residencia -crónica quizá de una muerte anunciada-, cuando, “más rápido que inmediatamente”, cundió en los medios de comunicación y en las redes sociales un aluvión de opiniones y comentarios sobre la situación del país caribeño. La revelación de la presencia de colombianos en el entorno del magnicidio, algunos de ellos antiguos miembros de las Fuerzas Militares, convirtió el aluvión en diluvio. Quizá lo único más veloz que la súbita proliferación de “haitianólogos”, analistas de seguridad, y expertos en sociología militar, haya sido la (inusualmente) eficaz reacción de la policía haitiana a la hora de neutralizar y capturar a (algunos) de los (presuntos) implicados.
Hay todavía mucha tela que cortar y mucho que establecer sobre el episodio, sobre el cual pesa una densa bruma que tardará en dispersarse -y quizá nunca lo haga del todo-. Ello obliga, cuando menos, a ponderar los acontecimientos y los esclarecimientos que se vayan produciendo, y a decantar la opinión antes de expresarla. Pero, entre tanto, lo ocurrido da para unas cuantas reflexiones.
Sorprende, en primer lugar, la simpleza con que algunos comentaristas expresaron -en un plural mayestático del que se abusa cada vez más- su indignación porque “exportamos mercenarios”. Alguno se lamentó porque antes el país ofrecía al mundo “experiencias de paz” y ahora “asesinos a sueldo”. Como si las decisiones personales de algunos -cuyos detalles aún no se conocen con precisión- debieran pesar como culpa colectiva sobre todos.
Especialmente, sobre las Fuerzas Militares. Porque pronto se pasó a esgrimir el vínculo que en el pasado tuvieron con ellas algunos de los protagonistas de la noticia, como prueba irrefutable de un “problema estructural”, casi que una responsabilidad directa de la institución, y, más aún, del Estado en su conjunto. Como si las Fuerzas Militares no fueran sino una fábrica de mercenarios.
Es cierto que las actividades de los contratistas militares privados son problemáticas en muchos aspectos. Es un asunto aun precariamente regulado, una compleja zona gris, en las legislaciones nacionales y el derecho internacional. Una precariedad, dicho sea de paso, que es urgente subsanar. Pero una cosa son los contratistas militares privados -que los hay exmilitares y civiles, de muy distintos oficios y bagajes- y otra, precisamente, los mercenarios.
¡Con qué facilidad han aprovechado algunos la ocasión para desconocer, o para poner abiertamente en entredicho, la cooperación eficaz y ajustada a rigurosos parámetros de legalidad que, desde hace años, prestan las Fuerzas Militares y la Policía Nacional a otros países y en diversos escenarios!
Hay, en todo esto, el tufillo de la malevolencia y del oportunismo; de la intención de pescar en el río revuelto de las circunstancias para desprestigiar a las Fuerzas Militares y, de paso, al Gobierno nacional; y para avanzar en la campaña de “criminalización” del Estado colombiano en la que algunos parecen empeñados.
Ojalá que la indagación de los hechos -que no corresponde sólo a las autoridades haitianas- los ponga en evidencia.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales