Aprovechando la Navidad, recuerde que la humildad no se trata de creer que somos menos, sino motivarnos a considerar más a los demás. Done algo duradero a quienes tienen menos.
Exhibiendo un dismórfico progresismo, nuestra superficial coalición prefiere aparentar. Suntuosa, confunde rezar con tuitear desde Apple, donde las tentaciones invitan a derrochar o establecer contienda, tras humillarse haciendo fila o rogando que haya abasto. Convengamos que semejante fanatismo reproduce el miserable caos que tienen en común las liquidaciones del Black Friday estadounidense y los mercados castrochavistas.
Petro mordió el anzuelo de Mazzucato, quien transige que la “manzana podrida” haya explotado recursos públicos para convertirse en un imperio paraestatal, sometiendo proveedores, expropiando competidores o abusando de sus clientes. Pérfido, su comercial 1984 prometía liberarnos de la distopía; pero, tal como sucedió con Robin Hood, fortaleció a la plutocracia, explotando a los ciudadanos del ismo común (que están tan empobrecidos como los del comunismo).
El cartel de Silicon Valley -tal como el de Wall Street-, emula la extorsión, el contrabando y el narcotráfico, pues exige comisiones usureras; se sostiene con pirámides de adictos, a quienes primero les ofrece muestras gratis o productos “rebajados”; encaleta ganancias en paraísos fiscales, y da “mordidas”, para que sus frutos no sean prohibidos.
Además de alterar la salud mental, su modelo de negocio obliga a los clientes a endeudarse o quebrarse para sustituir productos que deberían seguir siendo funcionales; periódicamente advierten la suspensión del soporte para ciertas aplicaciones básicas, discriminando porque “es viejo y no vale la pena”, e inducen la compra manera compulsiva, aunque las nuevas referencias no incorporen evoluciones significativas.
La primera “manzana” de la discordia es la “durabilidad”, pues los aparatos sabotean su desempeño, ejecutan operación tortuga, entran en huelga y mueren. La segunda es la “reparabilidad”, porque los productos son esencialmente desechables.
En la precipitada sociedad del conocimiento, la gente nunca lee los contratos, porque son extensos y quizás ni siquiera los entiendan los abogados promedio. Tampoco hojea las instrucciones de uso, menos las de “reparación”, porque el “hágalo usted mismo” sin las herramientas requeridas impone una misión imposible, para forzarlo a comprar.
Según la Oficina Europea del Medio Ambiente, la vida media de esos aparatos es 3 años (The climate cost of ‘disposable smartphones’, eeb.org), y la solución debe ser estructural, para garantizar la durabilidad, la “reparabilidad”, y la reutilización o el reciclaje.
Francia dio un pequeño paso hacia la verdad, justicia y reparación, en 2020, estableciendo un "índice de reparabilidad", que permite calificar la facilidad técnica, el precio de los repuestos, y, desde 2024, otros criterios sobre la “confiabilidad” del producto.
Los “cafés de reparación” emergieron como un movimiento socialdemócrata, que gestiona conocimiento y resuelve problemas sin cargo extra inclusive. Justamente, ese era el espíritu hacker; después, algunos disidentes fundaron la versión 2.0 del neoliberalismo, y corrompieron el software libre, gratuito y de código abierto. Rescatar aquella filosofía podría ayudarnos a “reparar” la institucionalidad, pues las empresas más admiradas del mundo se dedicaron a robar, conectando la inflación por avaricia con la insostenible deuda por consumo, y la basura electrónica.
En Colombia, esas marcas nunca ayudaron a intervenir el mercado de los robados, porque afectaría los ingresos de aquella cadena de valor. Igual, la obsolescencia programada funciona como microondas, para calentar la economía e inflar el consumismo “pop”. Pero ya ni los Ferragamo resisten arreglo, aunque Petro se encargue de hacer publicidad gratuita.