Trato de sacudirme la abulia que me producen las movidas políticas de ocasión; de pronto, no sé qué hacer ni qué pensar, si sentarme, si ponerme de pie, si bailar aunque no sé, o si solamente debo repetir el eco de la canción que me llega desde el cuarto de la inefable Gabriela: “Y nada cambia/ No/ nada cambia / (…) Por estos lados/ No hay que ver el futuro/ Para saber/ lo que va a pasar”.
Quién es, pregunto, y aprendo que es Nicolás Jaar, músico electrónico chileno: “No hay que ver el futuro/ Para saber/ lo que va a pasar”.
Es que aquí también todo vuelve, vuelve lo mismo aunque distinto o maquillado o disfrazado o mutado o edulcorado. Vuelven las elecciones. El 11 de marzo habrá festín en el Congreso y el 27 de mayo francachela y comilona a las puertas de la Casa de Nariño.
“Pongamos un poco de música y bailamos/ Para hacer la película más entretenida”, se escapa el estribillo del vinilo que da vueltas en un tornamesa recién adquirido, porque la moda es así, porque todo vuelve, “y nada cambia/ No/ nada cambia”.
Es como si alguien pusiera en marcha un retroproyector.
Me sacudo y vuelvo a la realidad: “la paz en marcha” de la Calle, la nada de Fajardo que es un tibio, lo no dicho por Piedad Córdoba, una passing como lo fue el crítico literario del New York Times Anatole Broyard, Clara López, otra renegada, passing como la activista Rachel Dolezal que es blanca pero quiere ser negra pero es blanca pero, la pesadilla de Petro que ya nos mostró en Bogotá de lo que es capaz, Marta Lucía que no va a llegar a candidata porque no tiene valor diferencial de género y entre dos candidatos “machos”, Iván Duque es “el que diga Uribe”, Ordóñez que es un mal chiste y Timochenko que… deje así; no me ocupo de Viviane Morales porque sospecho de todos los buenitos pero sobre todo, de su “emergencia moral”.
Todos ellos hacen cualquier cosa con tal de hacerse notar. Como si fuera tan difícil en este país de ávidos por estar en boca de. Deberían guardar el aliento para el último tramo y ahí sí, armar escandalera. De pronto se suben a la cresta de la ola. De eso se trata la fama.
La fama es deleznable. En este país también son famosos las estrellas porno, los pedófilos, los ladrones de cuello blanco, los pillos de postín, los vivos bobos, los corruptos, los hackers de cinco pesos y los ladrones de la séptima.
Pero no la reputación, que es construcción lenta, para bien o para mal, pero consistente, sólida, firme. Por ello no hablo de mi pariente coscorrón. No por ahora; porque el futuro de Germán Vargas Lleras parece escrito en piedra. Él es lo que es. Siempre lo ha sido. Incluso como segundo de Santos. Con él uno sabe a qué atenerse. No necesita ser ni conocido ni reconocido. Sus contendores, sí. Por esto “no hay que ver el futuro/ Para saber/ lo que va a pasar”. Sin retroproyector.
Ya lo dijo Umberto Eco en un texto incluido en De la estupidez a la locura, la obra que este gran pensador entregó a imprenta pocos días antes de morir: “El progreso no consiste en ir hacia delante a toda costa. He pedido que me devuelvan mi retroproyector”.