EL Congreso de la República expidió en el año 2017 la Ley 1874 mediante la cual establece la enseñanza obligatoria de la Historia como una disciplina integrada a los lineamientos curriculares de la ciencias sociales en la Educación Básica y Media con el fin de contribuir a la formación de una identidad nacional, que reconozca la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana, desarrollar el pensamiento crítico a través de la comprensión de los procesos históricos y sociales, y promover la formación de una memoria histórica que contribuya a la reconciliación y la paz.
La Ley le confió al Ministerio de Educación Nacional el encargo de coordinar la conformación de una Comisión Asesora con la tarea de colaborar en la elaboración del diseño curricular de los colegios del país, de la que harían parte las academias de historia reconocidas, historiadores, facultades de educación y docentes. Así mismo, señaló un plazo de dos años para que los establecimientos educativos organicen los procesos de evaluación correspondientes a cada grado en desarrollo de la autonomía de que habla el Decreto 1290 de 2009. Esta era una necesidad inaplazable en nuestro sistema educativo porque es grande el vacío que hay que llenar en cuanto a la formación de la juventud en los valores fundantes de la nacionalidad colombiana, y en el conocimiento de los hombres y mujeres que han definido nuestro devenir histórico.
Se ha establecido, en el marco de la celebración del Bicentenario, que los jóvenes adolecentes en el país tienen muy poca la información sobre los episodios que determinaron la Independencia, y el desconocimiento de los héroes y heroínas que ofrendaron su vida y sufrieron toda suerte de penalidades por la emancipación es casi supino.
Hay quienes creen que no es fácil la enseñanza de la historia entre nosotros por la ocurrencia de capítulos tan oscuros y desdorosos como la conspiración septembrina, el vil asesinato de Sucre, las ejecuciones del Almirante Padilla y del General Córdoba, lo mismo que las causas de nuestras guerras civiles, la separación de Panamá y lo que se conoce como época de la violencia, entre otros, que han producido fracturas en nuestra historiografía. Hay que reconocer que hay abundante bibliografía bolivariana y un poco menos antibolivariana; también la hay santanderista y antisantanderista. Por las desavenencias entre los dos próceres, la ideología que se tenga se refleja en la admiración o el desafecto que se guarde por cada uno de ellos, pero no es en todos los casos.
Sobre los aspectos básicos de nuestro discurrir histórico se ha construido un consenso a lo largo de los años que se recoge en nuestros textos de historia. Otra cosa son los ensayos o biografías en los que sus autores hacen análisis críticos y juicios sobre la obra de los padres fundadores y las actuaciones de nuestros gobernantes, autoridades y más destacados líderes y dirigentes. Por eso el estudio de nuestra historia debe tener un carácter autónomo. Ha adquirido tanta importancia el conocimiento de ésta disciplina a nivel nacional y universal, que hoy se cuenta con pregrados, especializaciones, maestrías y doctorados que así lo demuestran.