La decisión del gobierno colombiano de romper relaciones diplomáticas con Israel no debería haber causado ninguna sorpresa. Indicios hubo desde el principio; desde aquel aciago 7 de octubre del año pasado.
Para empezar, la publicación de un comunicado oficial que condenaba “con vehemencia el terrorismo y los ataques contra civiles” ocurridos ese día en Israel, rápidamente eliminado de la página web de la Cancillería y sustituido por otro que rebajaba la masacre a la categoría de “afectaciones a civiles”. Ni el original ni su reemplazo aludieron al perpetrador ni a su responsabilidad. Luego vino la andanada de publicaciones en las redes sociales del presidente de la República y la reproducción indiscriminada de otras (de autoría más que cuestionable), al son de un lenguaje cada vez más hiperbólico y enfebrecido. La embajadora colombiana en Israel fue llamada a consultas, se suspendió la compra de armas a Israel. La reiterada denuncia del “genocidio” estuvo siempre acompañada del silencio sobre Hamás -convertido en constante del discurso presidencial- (En la declaración de Colombia ante la Corte Internacional de Justicia, en el marco del proceso incoado por Suráfrica, esa organización terrorista se menciona una vez, y solamente para reforzar el caso contra Israel). Una sucesión de admoniciones desembocó en el ultimátum cumplido el 1 de mayo. Tal es la crónica de una ruptura anunciada.
Se pueden esgrimir los más diversos argumentos: la defensa de la legalidad internacional, la repudio que merece toda atrocidad cometida al fragor de la guerra, el recurso a la presión diplomática en aras del alto el fuego -que ambas partes han esquivado hasta ahora-, la preocupación humanitaria ante la situación desencadenada tras el masivo despliegue de fuerza israelí contra Hamás en Gaza, la reivindicación de la solución de los dos Estados, y el compromiso del país con la paz. Pero ninguno de ellos resiste el examen de la racionalidad de Estado (la valoración estratégica de los intereses concretos en juego) que debe presidir la política exterior. Quienes la justifican como una decisión principista y subrayan su “simbolismo”, intentan infructuosamente justificar lo que no pueden explicar más allá del discurso.
Cabe apuntar la hipótesis de que se trata, más bien, de una cuestión personal del propio presidente de la República, largamente fermentada en su fuero interno; reflejo, quizá, de su historia de vida; impregnada de cierta nostalgia y configurada por sus afinidades electivas del pasado. La medida, según el canciller, “se venía estudiando desde hace ocho meses” -lapsus linguae, lapsus temporis más que diciente-.
Como cuestión personal, es una decisión que rezuma ideología y dogmatismo. Por eso no extrañan ni la forma ni el escenario de su anuncio -la de la propaganda, el de la tarima-, ambos muy congruentes con el activista que promueve su causa, pero impropios de quien debe dirigir la política exterior con criterio de estadista.
Una decisión que no tendrá efecto en las realidades del conflicto, contradictoria con la insistencia en su solución política y diplomática, y contraproducente para Colombia en varios aspectos, pero tomada a la medida del espejismo que el presidente tiene de sí mismo y de su lugar en el mundo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales