Terminé hace ocho días mi labor pastoral en la Parroquia Inmaculada Concepción del Chicó, en Bogotá y ahora me ha sido dada la parroquia de Cristo Rey, también en Bogotá. Estuve ocho años y medio en la primera y quisiera reflexionar sobre lo que creo que se hace totalmente manifiesto en la vida de una comunidad católica viva, como sentí la parroquia del Chicó, y que no es otra cosa diferente al deseo de Dios que hay en infinidad de personas. En una parroquia hay infinidad de personas, actividades, momentos, celebraciones, movimientos, entradas y salidas, nacimientos y muertes, etc. Pero en todo, como un haz de luz, se sienten dos cosas claramente: los corazones humanos ávidos de la presencia palpable de la divinidad y la mano suave de Dios que va tocando a todos con una precisión y un cariño que solo de Él pueden venir.
Yo me figuro siempre las parroquias urbanas como una especie de oasis en medio de la selva de cemento. Cada templo custodia la presencia más importante que hay sobre la tierra: Cristo en la eucaristía. Y en estos recintos sagrados suceden tal cantidad de acontecimientos espirituales que es prácticamente imposible siquiera numerarlos o describirlos. La oración, la liturgia, la contemplación, la lectura del verbo sagrado, la presencia real, el corazón abierto, el alma feliz o el alma acongojada, el cuerpo fuerte o el que ya desfallece, la pareja que se dirige al altar en busca de la bendición nupcial, el contrito corazón que se arrodilla humilde en el confesionario, el abrazo de la paz, son apenas algunos de esos acontecimientos que suscita, no solo la búsqueda de Dios, sino la respuesta de Él a sus hijos.
Es muy interesante notar cómo lo que sucede en las parroquias vivas, en las comunidades creyentes, es casi siempre la manifestación del impulso espiritual que hay naturalmente en el hombre y la alegría de sentir la respuesta del Dios vivo y verdadero. Si en alguna ocasión se escribió acerca del hombre en busca de sentido, hoy podríamos decir que las comunidades cristianas tienen su dinamismo precisamente en el hombre en búsqueda de Dios, el mismo que, según la enseñanza bíblica, no está en el viento huracanado ni en la tormenta, sino en el silencio, en la discreción de la oración, en la escucha creyente y orada de la Palabra divina, en el ambiente de fraternidad, en los testimonios de conversión. Y solo quien participa de toda esta experiencia puede entender de qué se trata, pero sobre todo de quién se trata.
Sería muy interesante que quienes sienten el deseo de Dios, pero aún no se ponen a la tarea de búsqueda, vuelvan a golpear las puertas de la iglesia que está cercana a su casa o a su lugar de trabajo. Con toda seguridad allí encontrarán algo distinto, vivo, esperanzador y con capacidad de satisfacer el deseo de infinito, propio de la condición humana. Jesús habló a la samaritana de un agua que sí quita la sed.