Ser conservador nunca ha estado de moda. Ni hace falta, porque es inevitable serlo. Nadie puede negarse al desafío de conservar y, por ende, juzgar lo que sea digno de ser conservado. Un reto nada cómodo, pero al fin al cabo así son los retos, al menos los de verdad. No extraña entonces que genere molestia, rechazo y hasta condena el esfuerzo de asumir con plenitud y responsabilidad el llamado a conservar, por lo que tampoco extraña que sea sobre quienes lideran dicho esfuerzo, los conservadores, en quienes recaiga un peculiar reproche a sus ideas, sus valores, sus hábitos y, en suma, a su existencia misma: paradójicamente, ser conservador se volvió pecado.
La paradoja anterior no deja de ser reveladora para un país como Colombia, en el que “hay mas conservatismo que partido conservador”, según decía un eximio representante del conservadurismo como fue Álvaro Gómez Hurtado, denotando con ello una crisis de liderazgo en torno a la voluntad de conservar. Crisis que es latente en la medida en que ponerse de acuerdo en que conservar, además del por qué y cómo hacerlo, ha motivado la división entre los mismos conservadores. División que además contribuye a afianzar la condena al conservadurismo por cuenta de sus adversarios: los más radicales dirán que es pecado mortal, los más moderados que es pecado venial. En cualquier caso, no le queda camino a un conservador más que disculparse por ser “godo”.
Ahora bien, ¿qué es digno de ser conservado? No se acaso que es más digno de ello que la propiedad privada, cuyo respeto es el “termómetro del adelantamiento moral y político de los pueblos”, como diría un preclaro conservador como fue Sergio Arboleda. Conservar la propiedad privada es lo que propicia la herencia, lo que por tradición une a las generaciones. Conservar la propiedad privada es lo que constituye el patrimonio, base de la asociación por excelencia que es la familia. Todo lo demás que vale la pena se desprende de lo anterior; nada de lo que prescinda de ello tendría sentido considerarlo.
Sin embargo, en el cómo lograr lo anterior es que muchos conservadores se llaman a engaño, pues con no poca frecuencia y de manera precipitada depositan su confianza en el Estado, el supuesto guardián de la vida, honra y bienes de los sujetos a su poder. Y es aquí donde adquiere vigor la afirmación de Álvaro Gómez ya citada, pues la misma da a entender que, o los conservadores, especialmente los organizados como partido, no han estado a la altura de sus principios cuando se hacen al control del Estado, o que aún a pesar de dicho partido y sus cargos en la burocracia estatal, el conservatismo sigue gozando de vitalidad. En cualquier escenario, la esperanza de que el Estado ayude a conservar lo que es digno de ser conservado es vana, pues la esencia coactiva del Estado le exige vulnerar justamente lo que dice proteger: los impuestos con los que se financia, para supuestamente proteger la propiedad privada, son en si mismos una vulneración a dicha protección.
Siendo entonces el Estado lo que es y dependiendo de la confianza que se le dé, los conservadores se ven irremediablemente abocados, si quieren conservar la propiedad privada, o a lograr el control del Estado o a evadirse del mismo: de ahí en adelante, solo queda conciliar a los que buscan lo primero con los que buscan lo segundo. Un dilema como el anterior deja claro entonces que ser conservador no es pecado, pero sí una genuina tragedia: una que nadie puede evadir y todos tienen que afrontar.