Es tan evidente que hay que decirlo: Maduro no tiene la menor intención de abandonar Miraflores. No la tuvo antes de las elecciones del domingo pasado ni la tendrá después del fraude, a despecho de las multitudinarias manifestaciones ciudadanas, de la valerosa resistencia de los líderes de las fuerzas democráticas, de la tibia y tardía presión internacional (que en algunos casos, por lo demás, tiene los visos de una simulación hecha a su medida).
Si hubiera querido, habría contado con el mejor escenario para hacerlo. Reconociendo la victoria de la oposición, se hubiera ahorrado una última infamia en el abultado catálogo que tiene de ellas. Hubiera contado, para pactar una transición en los términos más favorables, con el beneficio de un dilatado interregno de seis meses, hasta que el nuevo gobierno asumiera el poder en enero. Hubiera contado, también, con la ventaja de seguir controlando la Asamblea Nacional hasta su renovación, prevista igualmente para el próximo año. Hubiera contado con la validación internacional de la transición misma -y, por lo tanto- con un dispositivo de contención de las pretensiones maximalistas de los sectores de la oposición menos dispuestos a las transacciones. Hubiera contado, finalmente, con la posibilidad de retirarse a la molicie: hay países especializados en acoger con hospitalidad a los de su calaña.
Pero nunca lo quiso. Difícilmente podría decirse que engañó a alguien. No engañó a la oposición, que lo conoce bien, pero que supo llegado el momento de ponerlo definitivamente en evidencia, aunque ya la hubiera suficiente, y aunque ello no baste, pues como se sabe ningún dictador suele rendirse a la evidencia. No engañó al mundo, que conocía perfectamente el libreto de su farsa, por eso resulta aún más reprochable que se hubiera prestado a jugar el papel que le asignó en su pantomima. Ni engañó a sus valedores en la izquierda, que no esperaban de las elecciones sino la celebración del natalicio del “comandante eterno” y la perpetuación de su legado, por más que haya entre ellos algunos gimnastas empeñados en distinguir herencia del causante.
(Estos gimnastas no logran engañar realmente a nadie: la herencia de Chávez es Maduro y no admite el beneficio de inventario).
Tampoco engañan a nadie Brasil, Colombia y México. Hace un año, a propósito de Venezuela, Lula espetó sin rubor que “(E)l concepto de democracia es relativo”. Días atrás, es verdad, y en reacción a la advertencia de Maduro de que habría “un baño de sangre” si perdía las elecciones, Lula dijo que Maduro tenía que aprender: “cuando ganas, te quedas; cuando pierdes, te vas”. Pero si la democracia es relativa, ganar o perder las elecciones también. Quedarse o irse, como todo, es cuestión de método. Para quedarse, Maduro tiene el suyo bastante calibrado.
Ojalá que Maduro se fuera: sería lo mejor para los venezolanos, para la región, incluso para la izquierda, que fácilmente denuncia la paja en el ojo de la derecha como justifica la viga en el propio. Pero Maduro no quiere irse; y en la región y entre la izquierda, algunos quieren que se quede. Aunque los venezolanos quieran (y merezcan) que se vaya.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales