Cuando el dramaturgo John Wilkes Booth (1838-1865) provocó la muerte del presidente estadounidense Abraham Lincoln por medio de un tiro en la nuca durante una función en un teatro de Washington, durante su huida se fue pronunciado las palabras en latín “Sic semper tyrannis”: así siempre con los tiranos. Dicha consigna clásica, atribuida a Marco Junio Bruto en su participación en el asesinato de Julio Cesar, ha buscado hacerle honra a una tradición republicana tan peculiar como es la de proceder a asesinar a un tirano cuando lo amerite.
Ya sea en la antigua república romana, o en la primera república moderna como la de los Estados Unidos, la idea de que es lícito proceder violentamente contra la persona que ejerza las funciones máximas de gobierno cuando se sobrepase en sus funciones, constituye uno de los pilares en que se fundamenta los límites al ejercicio del poder. Por extensión, la rebelión a la tiranía es la consecuencia legitima de no tolerar por parte de los gobernados el abuso del poder de los gobernantes. De hecho, bajo dicha tradición de rebelión a la tiranía es que nace la república romana como la estadounidense, que respectivamente se rebelaron a la monarquía etrusca y a la inglesa; de la misma manera, mantuvieron dicha tradición ya no solo contra monarcas, sino contra dictadores y emperadores los romanos, y contra presidentes los estadounidenses. En este último caso, no solo Lincoln es quien inaugura la tradición de presidentes asesinados durante el ejercicio del cargo en Estados Unidos, sino que le van a seguir James Garfield (1885), William McKinley (1901) y John Fitzgerald Kennedy (1963).
Repúblicas como la nuestra no han sido ajenas a la tradición de rebelión a la tiranía, pero hasta ahora no han consumado un tiranicidio al estilo estadounidense. De hecho, los fallidos atentados contra presidentes en ejercicio como el ejecutado contra Simón Bolívar en 1828 y contra Rafael Reyes en 1906, sirvieron fue para reforzar sus poderes en vez de debilitarlos, al menos inicialmente. A la postre, tanto Bolívar renunciaría en 1830 como Reyes en 1909, en medio de una inconformidad en contra sus gobiernos, lo que demuestra que la rebelión que no mata presidentes al menos los hace renunciar.
Ahora bien, dado que calificar de tirano a un gobernante no es algo que se defina por unanimidad, quienes tomen la iniciativa de rebelarse contra la tiranía siempre han tenido el reto de demostrar quienes son sus agentes para de esa manera proceder contra ellos. Se sabe que la inconformidad contra un gobernante o su impopularidad es un preludio de la tiranía, y que la demostración de la ilegitimidad o ilegalidad con la que llego al cargo es la que justifica una rebelión a sus mandatos, pero proceder al tiranicidio supone una firmeza de voluntad para asumir un riesgo enorme que pocos están dispuestos a asumir.
Por lo anterior, se asume que, si la consumación de un tiranicidio no nos da la certeza de que se va a pasar a una situación mejor de la que se está por cuenta de la tiranía contra la que se atenta, lo mejor es desistir de ejecutarlo. Pero como evidentemente dicha certeza no se puede tener sino hasta que efectivamente se ejecute el tiranicidio, cualquier garantía que se aduzca no dejara de ser una promesa. No es otro el dilema que tiene que resolver la oposición contra Nicolás Maduro en Venezuela, ni mucho menos diferente a la que tiene que resolver la oposición contra Gustavo Petro en Colombia. Sin embargo, basta con insistir que república que se respete no es ni debe ser pasto de tiranos…