En el Estado de Derecho, gobernantes y gobernados están todos sujetos a lo previsto en la Constitución y las leyes. Hay unas reglas de juego puestas en vigencia por el Constituyente a nombre del pueblo y por órganos competentes, con miras a la realización de los valores que la sociedad profesa. A ellas, debida y oportunamente divulgadas y conocidas por el conglomerado, se someten tanto el ejercicio de la función pública como el comportamiento de los particulares. Su observancia garantiza la pacífica convivencia y la vigencia de un orden justo.
Se supone que, como lo expresa la Carta Política de 1991, Colombia es un Estado Social y Democrático de Derecho; que las ramas del poder público tienen funciones separadas; que los jueces y tribunales son independientes del gobierno, y que éste, lejos de obstaculizar o interferir, debe apoyar y asegurar el cumplimiento de las providencias y decisiones que aquéllos adoptan en los procesos, según las normas vigentes.
Por supuesto, esas reglas -inclusive las constitucionales- pueden ser modificadas o ajustadas cuando así lo requiera la sociedad, para que el orden jurídico no sea desbordado por la evolución de los acontecimientos en materia social, económica, política o de cualquier otra índole. Sabemos que hay constituciones flexibles -las consuetudinarias- y constituciones rígidas -las escritas-, pero la rigidez de éstas no puede ser tal que las convierta en absolutamente irreformables.
Estamos de acuerdo con el concepto de “sentimiento constitucional” del que hablara el tratadista alemán Karl Loewenstein (1891-1973): un vínculo que se establece entre el pueblo y su ordenamiento fundamental. En cuanto obra humana, ninguna Constitución es perfecta, pero, como regla básica destinada a introducir y mantener el orden y la justicia, a limitar y a controlar el ejercicio del poder político, debe gozar de una mínima y razonable estabilidad. Es decir, aunque no es irreformable, ni debe permanecer indefinidamente pétrea, tampoco puede estar siendo modificada a cada paso por razones puramente coyunturales o accidentales, sino cuando verdaderamente se necesite para el mejor gobierno de la sociedad.
En el caso colombiano, la Constitución de 1991 -modificando la disposición que, desde 1910, confiaba exclusivamente al Congreso el poder de reforma- prevé tres modalidades de modificación constitucional: acto legislativo del Congreso, decisión de una asamblea constituyente y determinación del pueblo, mediante referendo.
Hasta hoy, a los veintinueve años de su vigencia, la Constitución ha sido reformada en cincuenta y cinco oportunidades, mediante actos legislativos, algunos de ellos declarados inexequibles total o parcialmente por la Corte Constitucional. Las más recientes reformas, la que permite la pena de prisión perpetua y la que crea la Región Metropolitana de Bogotá y Cundinamarca.
Son muchos los asuntos respecto a los cuales se han venido proponiendo reformas, entre otros el de la administración de justicia. Sin duda, algunos ajustes deben ser introducidos a la Constitución para garantizar a los colombianos el acceso efectivo y oportuno a la jurisdicción, pero se debe estructurar una reforma integral y bien pensada. No como respuesta de algún sector político a una específica decisión judicial. Menos todavía en plena pandemia y sin saber cuáles serían los cambios propuestos.