Una de las primeras empresas multinacionales fue la compañía Ermen & Engels, que tenía fábrica de hilado en Manchester, Inglaterra, y de tintes en Barmen, Alemania. Durante la primera mitad del siglo XIX, esta empresa anglo-alemana sería liderada por la generación de fundadores hasta que, a mediados del siglo, uno de los copropietarios fundadores le empezó a delegar funciones a su hijo y futuro heredero de la compañía, un personaje de nombre Friedrich Engels (1820-1895). Engels asume un trabajo en la compañía con treinta años de edad en 1850 y luego hereda la participación de su padre como accionista de la misma (conservando el salario) en 1860, con cuarenta años de edad. En 1869 vende su participación, con cuarenta y nueve años de edad, y se dedica a vivir de sus rentas e inversiones, no sin antes abonarle una crecida suma de dichos ingresos a otro alemán renano: Karl Marx (1818-1883).
Que uno de los principales representantes del comunismo haya sido un empresario y capitalista consumado, para luego disfrutar su fortuna subsidiando a un revolucionario como Marx, no es propiamente una contradicción abiertamente desconcertante sino una consecuencia apenas lógica del inveterado cinismo de los comunistas revolucionarios. Y es que de seguro Engels asumió su “desdichada” condición de burgués, no solo para conocer desde dentro el sistema que quería destruir mientras se beneficiaba del mismo, sino que precisamente esa experiencia fue decisiva para complementar la obra de su amigo de Marx, de quien no solo fue coautor del Manifiesto del partido comunista (1848) sino además editor de manera póstuma del tomo segundo y tercero de El Capital (1867, 1885, 1894), la obra cumbre de Marx. No de otra manera sino adentrándose teórica y prácticamente en la producción y circulación del capital se podía explicar cómo funcionaba el conjunto del modo de producción capitalista.
Lo que Engels hizo no fue sino seguir la tradición del socialismo, cuya más íntima convicción es concebir una organización científica de la humanidad de manera análoga a como científicamente se puede combinar factores de producción para constituir una fábrica o empresa moderna. Esto último fue lo que hizo tanto Robert Owen (1771-1858), un industrial británico que quiso recrear la vida productiva de una comunidad desde ceros, como fue la colonia de “New Armony” en Indiana, Estados Unidos, hacia 1825. Ya en 1828 había fracasado el intento, pero Owen seguiría promoviendo una tendencia a perfeccionar la asociación humana sobre bases científicas, lo que desde 1833 empezó a denominar “socialismo”.
Para las mismas fechas, en Francia, Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon (1760-1825), otro partidario similar a Owen de una organización científica de la vida económica, promovía dichas tesis como docente en la École Polytechnique de Paris, el afamado centro de formación de ingenieros del país galo. Sus discípulos no solo fueron ingenieros profesionales, sino consumados empresarios, como es el caso de Enfantin (1796-1864) y Bazard (1791-1832), quienes destacaron entre otras cosas como banqueros. Para estos “socialistas burgueses”, como Marx y Engels los denominaron, la mejor manera de superar la “anarquía del mercado” y retribuir justamente a los “productores” (entre los que incluían a los industriales, no solo a sus trabajadores asalariados) es centralizando la banca y de esa manera controlar el crédito… y de paso, al conjunto de la economía: no muy lejos de lo que los ingenieros sociales y tecnócratas de hoy vienen implementando con sus iniciativas supranacionales y multilaterales de cogobierno global, o mejor conocido como “globalismo”. O como diría George Soros (1930- ): promover una “sociedad abierta” como “reforma del capitalismo global”: en últimas, la consumación del socialismo empresarial o “burgués”.