El artículo que trae la más reciente edición de la revista Semana (octubre 14), que es como una versión tardía de uno mejor firmado por Oscar Andrés Sánchez y publicado en El Colombiano el 4 de octubre, llueve sobre mojado al hablar de la soledad de Santos.
A todos los presidentes les ocurre en el último año de su periodo y con más veras si son dos largos y tormentosos cuatrienios. A todos, menos a Uribe. Y les diré el porqué.
Álvaro Uribe Vélez pasó a la historia de Colombia como el mandatario que concluyó sus ocho años de mandato con el más alto índice de aceptación: 80%. Sus antecesores, Pastrana y Samper, finalizaron con pírricos 20% y 32%. Y Santos, como va, difícil que remonte su triste 27%.
Poco poder tiene quien únicamente sea capaz de imponer su voluntad a punta de sanciones negativas afirmaba Foucault en Historia de la sexualidad 1: La voluntad de saber; recordemos el “porque me da la gana” de Santos en tiempos del plebiscito, prueba fehaciente no de su intolerancia, sino sobre todo, de su desconexión con el otro, o sea de su incapacidad comunicacional, falencia que no se suple ni con pauta ni con comunicados oficiales ni con aviones fletados de periodistas durante sus viajes ni repartiendo mermelada a diestra y siniestra.
El poder de Santos no tiene influencia. Porque el verdadero poder es comunicacional. Uribe lo supo desde antes de ser presidente. Con el 1% de favorabilidad se iba al parque de la 93 a hablar uno a uno con quien se cruzara en su camino; y ya en la Casa de Nariño, se inventó los Consejos Comunitarios, convirtió en cercanos esos lugares que despectivamente llamamos por años antiguos territorios nacionales, se adentró en lo que el Papa Francisco denomina Colombia profunda y a la manera de Heidegger, reivindicó la provincia.
Uno puede ser o no ser uribista. Pero no puede desconocer que Uribe fue y sigue siendo un comunicador brillante, como Henry Kissinger en los Estados Unidos de Nixon y Ford (hagan sus preguntas que aquí tengo mis respuestas). Durante ocho años tuvo coherencia y su mensaje fue siempre el mismo: seguridad democrática, confianza inversionista, cohesión social.
No así Santos; recordemos también que una vez con la banda presidencial en bandolera, se olvidó de que el Partido de la U tenía la inicial de Uribe y no la de urdimbre y empezó a mostrar su real talante, capaz de jugar a tres bandas. “La política infortunadamente saca a relucir lo peor de la condición humana”, le dijo a su pupilo Juan Carlos Pinzón. El que la hace, la teme.
Santos está solo, no tanto porque deba ser así o porque ya no hay nómina para repartir o porque las hienas se alejan cuando no hay más para el hartazgo, sino porque su poder no ha generado sentido. Y no tiene sentido, porque la percepción colectiva no lo ve como el poder para todos, sino para él y sus amigos, para él y sus apetencias de gloria eterna.
La soledad del poder que padece Santos es semántica -su país no es el nuestro-, pero sobre todo, es el colofón de su incapacidad para comunicarse y de su desconexión durante estos largos siete años con la nación.