"Aún estoy vivo, como esta carta podrá atestiguar. Nuestro viaje, hasta ahora, ha sido muy exitoso. Hoy el viento es favorable y por lo tanto el capitán ha dicho que piensa acelerar y así ganar tiempo perdido".
"Zarpamos con buen tiempo, el cual continuó por varios días, aunque siempre hay buen oleaje; el domingo me sentí muy mareado y me encerré en mi cabina".
"He comido como un pobre hambreado, así que ahora estoy muy recuperado, aunque el mareo no cede".
"Hay una mezcla curiosa de pasajeros: españoles, franceses, de las Antillas e ingleses; en fin, de todas partes del mundo. La mayoría son comerciantes".
"Son unos ganapanes. Evito hablar. Leo lo que cae en mis manos. Tarareo canciones".
Cómo no le iban a molestar las toscas costumbres si él era un hijo de la esplendorosa época victoriana, tan llena de modelos y modales. Pero no amaba el fragor de la guerra.
Compartía uno de los ideales de la era victoriana: el espíritu de descubrimiento y aventura. Los viajes de David Livingstone, médico y misionero británico, apasionaban a los ingleses de la época, que seguían sus aventuras con entusiasmo. Y en el Nuevo Mundo, todo estaba por hacerse…
"El calor no mengua; este es el principio de la temporada de lluvias en esta región. Uno precisa pasar unos días en el trópico para acostumbrarse al sol. Ahora la espalda me duele y me siento mal".
"Estaré muy feliz cuando llegue a Antioquia, a sus montañas… no soy capaz de vivir en este calor. Sin embargo, no me pesa en absoluto este viaje”.
Estaba embarcado porque se vio obligado a tomar una decisión que cambiaría el curso de su vida, renuente como era a engrosar las filas del ejército de la Reina Victoria. Ansiaba ser miembro de una banda de música y tocar los domingos en el quiosco del pueblo. En eso pensaba cuando subió al Boyne, rumbo a Suramérica, trayendo dos mudas de ropa y un sueño de paz.
Lo que no supo en ese momento, es que nunca volvería a ver su patria. Yo soy fruto de su simiente en este nuevo mundo.
"A lomo de bestia recorro caminos que bordean las cordilleras; voy de la cima a las hondonadas para luego subir otra vez en línea recta, en un movimiento lento y dispendioso. Aún no he visto cómo ha viajado mi cajón lleno de partituras y mi amado violín. Sé que en el nuevo mundo podré dar rienda suelta a la música".
Estaba a punto de adentrarse en el que sería hasta el día de su muerte, su hogar: Rionegro; años después, en 1936, dirigiría la banda departamental de la Universidad de Antioquia.
Estoy aquí, en el cementerio inglés, donde reposa el recuerdo de los restos mortales de mi bisabuelo paterno, muerto a causa de la nostalgia y enterrado como un suicida, con su violín y sus partituras. Hoy, siglo y medio después, vengo a recibir su legado: un sueño de paz.