Parece cada vez más necesario hacerse preguntas sobre el talante del presidente de la República. Talante: el modo en que hace las cosas -en este caso, gobernar-, la disposición de su personalidad, el sentido de su voluntad y sus deseos.
Está su idea, a la que se aferra como a un dogma, de que en una democracia ganar las elecciones reviste al elegido de una suerte de inmunidad absoluta, y de una infalibilidad casi pontificia. La idea de que el “elegido por el pueblo” está por encima de todo control, de todo cuestionamiento. De que el “mandato popular” derivado de la mayoría -en modo alguno contundente, y mucho menos unánime- equivale a una refrendación anticipada de todas sus iniciativas y obliga a todos -y entre ellos, a los demás poderes del Estado- a aceptar, sin deliberación ni ponderación, todas sus iniciativas.
Claro está que esa convicción es selectiva. Si el resultado de una decisión popular no coincide con sus preferencias, no ha tenido reparos a la hora de ponerlo en entredicho. Incluso cuando esa decisión concierne a los asuntos internos de otro Estado, como ocurrió con el veredicto de los chilenos sobre el proyecto de reforma constitucional rechazado el 4 de septiembre del año pasado.
Está la forma en que ha decidido apelar a la calle y a la movilización para presionar la aceptación de la anunciada -y hasta ahora virtualmente desconocida- reforma a la salud. Una práctica democrática, sí, la de ejercer del derecho a reunirse y manifestarse pacíficamente. Pero no tan democrática cuando se promueve directa y explícitamente desde el propio Gobierno para excitar la crispación, para arredrar a los críticos, o para hacer una exhibición de músculo de cara a la discusión legislativa.
Está la forma en que ha apelado al chantaje y al abuso de poder -el que le da al Gobierno su papel como principal financiador del proyecto- para imponer a Bogotá su capricho sobre el diseño del metro. Algo que podría aplazar, por enésima vez, la solución al problema de la movilidad en la capital, además de abrir la puerta a más de una querella judicial de cuantiosas repercusiones para el erario. Algo que, además, refleja un peculiar entendimiento de la autonomía de las entidades territoriales y sienta un preocupante precedente para la relación entre el Gobierno Nacional y las administraciones subnacionales.
Al final del gobierno anterior circularon no pocas paparruchas -que es la palabra en español para las “fake news”-. Como que iba a provocar una conmoción interior para luego decretarla y aplazar las elecciones. Esta se propaló desde los círculos que ahora están en el gobierno. Sin caer en ese juego, sin correr la línea ética -como dirían algunos-, uno tiene todo el derecho a preguntarse qué es lo que intenta provocar el gobierno actual, para qué, y -sobre todo- cuáles podrían ser las consecuencias.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales