Pocas cosas parecen estar tan arraigadas en la mentalidad humana como el maniqueísmo: la idea básica, simple, versátil -y, por eso mismo, tremendamente poderosa- de que el mundo está divido entre buenos y malos, de que el mundo es un campo de batalla en el que se enfrentan sin descanso y desde siempre el bien y el mal, y de que esa lucha y su resultado explican todo lo que pasa. El maniqueísmo es una estructura de pensamiento elemental y dogmática que satisface los propios prejuicios, y ahorra esfuerzos y complicaciones.
Quizá el maniqueísmo, como todo atajo cognitivo, tiene sus ventajas. En términos evolutivos, se diría que juega un papel clave en la supervivencia: ante el peligro, no siempre hay tiempo para el discernimiento, y en ciertas circunstancias la ponderación es un lujo que no alcanza a sufragarse. Pero tiene, también, su lado sombrío: la realidad está hecha de grises, no todo en ella es blanco y negro. El daltonismo maniqueo -que impide ver los matices, distinguir el degradé de las cosas- es frecuentemente engañoso y, como además es disyuntivo y exige tomar partido, deriva casi invariablemente en conflicto.
En una época en que la tecnología avanza a una velocidad sin precedentes, y la dependencia de ella se ha vuelto cada vez más profunda y omnipresente -la tecnología intermedia desde la búsqueda de pareja hasta las relaciones geopolíticas-, parece estar emergiendo una peculiar forma de maniqueísmo. Ante los desarrollos tecnológicos y los riesgos y oportunidades que traen consigo, se configuran dos bandos: el de los tecnofílicos (tecno-optimistas) y el de los tecnofóbicos (tecnopesimistas). La contienda entre ellos no es sólo retórica, y tampoco lo es el impacto que puede llegar a tener en los más diversos ámbitos de la vida política, económica, social, y cultural.
Ninguno de los bandos es completamente homogéneo. ¡Vaya paradoja!: hasta el maniqueísmo tiene sus matices. Pero cada uno tiene sus premisas definitorias. Los tecnofílicos apuestan ciegamente por la capacidad y las promesas de la ciencia y la tecnología para resolver los problemas y las necesidades más acuciantes de la humanidad. Para ellos, ni providencia ni naturaleza. La ciencia y la tecnología conducen necesariamente al progreso. El error es parte del ensayo, y no pone en entredicho su resultado apodíctico: un futuro mejor. Los tecnofóbicos, por su parte, desconfían de la idea misma de progreso, y denuncian cierta soberbia subyacente al optimismo de su contraparte, en el que intuyen el germen de una execrable deshumanización, el potencial de un “gran reemplazo” que tiene mucho de gran destrucción. Aquellos se reclaman herederos de la Ilustración y reprochan a estos su oscurantismo. Estos, a su vez, no desdeñan, incluso reivindican, la etiqueta de neoluditas, y recriminan a los otros por ofrecer como evangelio una macabra distopía.
En medio de estos dos bandos, es preciso que ganen terreno los tecnoprudentes, especialmente entre quienes tienen que tomar las decisiones cruciales y entre quienes pueden influir efectivamente en ellas. La de la tecnología es, sobre todo, una cuestión práctica, y en cuestiones prácticas, la prudencia es virtud suprema. Sólo la prudencia, además, previene la marcha de la locura.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales