Se conmemora este año el trigésimo aniversario de la disolución de la Unión Soviética, y del fracaso estrepitoso del experimento de Lenin y Stalin. Un experimento todo menos gratuito, especialmente para quienes tuvieron que sufragar, incluso con su vida, y al precio de sus más fundamentales derechos, en la propia Unión Soviética, en los países de la cortina de hierro sobre los que impuso su tutela, y en otras latitudes donde quiso proyectarlas, el inhumano precio de sus falsas promesas.
Se creyó entonces, con un deseo que aún hoy tiene sentido y merece la pena abrigar, que amanecía sobre el mundo el alba de la libertad. El tiempo propicio para la afirmación definitiva de su expresión filosófica y política, el liberalismo y la democracia liberal. Una misma expectativa dio pábulo a la idea del “fin de la historia” -cuyo autor, prudentemente, se abstuvo de dar por simplemente inevitable- e inspiró la letra de canciones como “A great day for freedom” y “High hopes”, que aparecen en el álbum “The division bell”, de Pink Floyd.
Pero, como dijo Oscar Wilde, los dioses castigan al hombre concediéndole lo que les pide. Y, desde hace ya varios años, el prestigio y el atractivo de la democracia liberal parecen estar viniendo a menos, al tiempo que se registran, en todas las regiones del mundo, retrocesos antidemocráticos, extravíos iliberales, derivas autocráticas, y peligrosas hibridaciones.
En ese diagnóstico coinciden tanto el Índice Global de Democracia 2020, de la revista The Economist, y el Reporte sobre Libertad en el Mundo 2021, elaborado por Freedom House. La democracia y la libertad atraviesan hoy tiempos verdaderamente difíciles.
De esas dificultades no se salvan ni siquiera aquellas naciones de reconocida tradición democrática; ni democracias imperfectas, pero relativamente funcionales; ni naciones que, habiendo vivido en carne propia el autoritarismo, hicieron en su momento una promisoria transición democrática, y alcanzaron, incluso, a avanzar en su consolidación.
Tampoco son tiempos fáciles para los movimientos prodemocráticos que en distintos lugares hacen frente a las dictaduras, a los populistas autoritarios de todos lados del espectro político, y a los líderes no democráticos que medran parasitando las instituciones propias de la democracia.
Por si fuera poco, la pandemia podría agravar la situación durante los próximos años. Con la excusa de preservar la salud pública, y de contener y mitigar sus efectos en diversos ámbitos de la vida social, los gobiernos han probado -en algunos casos hasta la gula- la fruta de las restricciones y los controles sobre el ejercicio de una amplia gama de libertades y derechos; valiéndose para ello, además, de herramientas tecnológicas que habrían hecho las delicias de los tiranos de antaño. Y es bien sabido que, una vez cometido el pecado original, resulta difícil regresar a la inocencia.
Son tiempos difíciles, pero no necesariamente apocalípticos, para la democracia. Sería un error, sin embargo, apostarlo todo a su antifragilidad. A fin de cuentas, nada es menos silvestre y espontáneo que ella.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales