Esto de vivir en sociedad no ha sido un obvio aprendizaje. Fue preciso, en primer término, que el hombre se hallase de regreso de una dura experiencia histórica; que llegase a la conclusión de que es más cómodo, útil y ajustado al derecho natural de vivir como gentes amigas que se ayudan y respetan, que como seres hostiles que se acechan, estorban y destruyen recíprocamente.
Fue necesario, en segundo lugar, que tal convencimiento se tradujese en hechos positivos y se expresase en un orden jurídico respetable y respetado. Ello no se produjo, desde luego, como fruto de un acto consensual expreso, como lo sostienen algunos contractualistas. Fue resultado de un largo proceso evolutivo durante el cual se fueron conformando las normas.
La ley positiva humana por sí sola no constituye suficiente garantía de la convivencia social, aunque ella esté respaldada por el poder coercitivo de la fuerza estatal. El Código Penal puede erigir en delitos todos los atentados posibles contra la vida y los bienes de los ciudadanos; puede implantar las más rígidas sanciones como represión a tales hechos delictuosos. Y a pesar de todo ello, puede continuar en aumento la criminalidad de sangre y los asaltos contra la propiedad. La vigencia de la ley suele no ser suficiente para la represión del delito. La convivencia pacífica de los hombres tiene otros supuestos más importantes. Ellos son el arraigo histórico de los hábitos sociales de respeto recíproco: La educación para la vida social.
En Suiza, por ejemplo, se ha institucionalizado la norma del autogobierno, de lauto vigilancia colectiva. Ello implica, en primer lugar, que todo ciudadano se comporta tal como lo aconsejaba Kant, en su crítica de la razón práctica: “Compórtate de tal manera que tu conducta sirva de modelo para una regulación universal”. Es decir, que el hombre helvético, de cualquier clase y condición social, se maneja con los demás como él mismo quisiese que se manejasen con él, según el precepto cristiano, más antiguo.
A nadie le gusta que lo atropellen, que le arrebaten sus bienes, que lo hieran o maltraten, ni siquiera que lo perturben en su trabajo y en su vida, pues el suizo tampoco atropella, hiere, ni roba, ni molesta a nadie. Pero algo más: No solamente obra bajo ese imperativo ético, sino que tiene la obligación de intervenir para evitar que tales actos se cometan. Y como quiera que, desde el momento en que interviene, queda revestido de autoridad policiva, ello produce el fenómeno extraordinariamente útil de que todos los ciudadanos constituyen una autoridad potencial a cuya guarda está el orden general. Y el Estado se ahorra la mayor parte del gasto de una vigilancia regular armada. La educación para la convivencia se hace sentir en Suiza en todos los órdenes de la vida colectiva; en las instituciones, en las tradiciones, en las costumbres.
Todo allí está organizado en función de tranquilidad y de seguridad.