Lo de Perú parece casi una tradición. Una tradición cuasi-constitucional, para ser más precisos. Es innegable que en su configuración han jugado un papel fundamental algunas fallas de diseño institucional propias de la Constitución de 1993 -la del Fujimorismo-, que estableció un sistema híbrido fácilmente propenso a la inestabilidad.
Pero la descomposición del sistema de partidos, el déficit de calidad del liderazgo político (en algunos casos, francamente incompetente), la corrupción, y los claroscuros de un paradójico desempeño económico, han tenido también su parte en los avatares de la “normal anormalidad” política peruana durante el último lustro. Una situación que recuerda, mutatis mutandis, la que experimentó Ecuador durante la década de 1990.
Es perfectamente posible que el sistema político conserve, en medio de esa “normal anormalidad” (o mejor aún: anormalidad normalizada), algún grado, incluso suficiente, de funcionalidad. Casos se han visto, hasta en democracias de mejores familias. Pero la sostenibilidad de un sistema político sometido recurrentemente a crisis semejantes, que, además, no logran desactivarse con la celebración ritual de elecciones, no puede darse por sentada.
Por otro lado, el diablo está en los detalles (y los detalles, como dijo Oscar Wilde, son siempre vulgares). Es un detalle, precisamente, el que reclama toda la atención en el caso del expresidente peruano Pedro Castillo. Y el que podría, además, hacer toda la diferencia.
El detalle no es otro que la forma en que rápidamente Castillo ha acabado invocando la doctrina según la cual el voto popular del que deriva su investidura la reviste de un carácter poco menos que sacramental, de tal suerte que deviene irrevocable, porque en una democracia no existe poder superior al poder del pueblo expresado en las urnas.
Una doctrina que suena a gozo (para estar a tono con la temporada navideña) en los oídos de otros cuantos “redentores” -como los llamaría Enrique Krauze-, unos ya en ejercicio y otros a punto de estarlo. Una doctrina que lleva al paroxismo a quienes anhelan no la separación de poderes (porque les incomoda) sino la separación entre democracia e imperio de la ley, porque con sus ideas se aviene mucho mejor el concepto de “democracia popular” que el de Estado de Derecho. Una doctrina a la que sirve de epítome el chapucero comunicado divulgado el pasado lunes por el cuarteto integrado por Argentina, Bolivia, Colombia y México (al que, con buen criterio, no se sumaron ni Chile ni Honduras).
Doctrina perversa. Ya los antiguos distinguían entre la tiranía derivada del título de quien ostenta el poder y la que se deriva de la manera en que el poder se ejerce. El usurpador nunca dejará de serlo, aunque gobierne rectamente; y el príncipe que oprime a sus súbditos no es menos tirano por tener derecho a ceñir la corona.
Doctrina, también, profundamente antidemocrática, y que rezuma populismo por todos sus poros. Porque, en una democracia verdaderamente digna de ese nombre, nadie está más sujeto al imperio de la ley que quien gobierna. Y porque el mandato popular termina justo allí donde el imperio de la ley comienza.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales