Espero equivocarme cuando afirmo que Nicolás Maduro seguirá gobernando a Venezuela, como mínimo, hasta la próxima década. Desde el 2019, ha logrado minimizar las presiones diplomáticas en su contra y derrotar políticamente al gobierno interino de Juan Guaidó. Permanece, por supuesto, profundamente impopular entre los venezolanos, pero mientras conserve la lealtad de los mandos militares y las pandillas paramilitares, los más interesados en mantener un régimen de impunidad, su gobierno podrá perpetuarse indefinidamente.
Nadie puede asegurar que las elecciones del 28 de julio serán remotamente justas, ni que se respetarán sus resultados si resulta triunfante la oposición. Al ser tan improbable la victoria, es particularmente admirable el esfuerzo heroico de los opositores venezolanos, sobre todo el de María Corina Machado, cuyo liderazgo debe servir de inspiración para todos los latinoamericanos amantes de la libertad y la democracia.
Ante una entrega chavista del poder, seguramente condicionada para proteger a los grandes capos del oficialismo, tendríamos pocos precedentes históricos en la región para imaginar un nuevo futuro en Venezuela. Quizás el caso más pertinente es el del Perú, cuya dictadura revolucionaria entre 1968 y 1975 fue inspiración directa de Hugo Chávez. El general Juan Velasco Alvarado llegó al poder mediante un golpe militar e impulsó una serie de reformas socialistas. Su gobierno nacionalizó a las grandes industrias, expropió millones de hectáreas de tierra agrícola y llevó a la anchoveta peruana al borde de la extinción mediante el manejo ineficiente de la industria pesquera.
En este ambiente de inseguridad jurídica y arbitrariedad política, se produjeron enormes fugas de capitales, se detuvo lo que hasta entonces había sido una sana industrialización, y comenzó el colapso de la sociedad civil.
En 1975, la revolución concluyó con un golpe de estado por parte de los elementos moderados del ejército, pero la transición democrática tendría que esperar cinco años más. Para la década de los años ochenta, se había restablecido la democracia, pero las vulnerabilidades económicas del periodo velasquista permanecían intactas. La miseria se volvió absolutamente generalizada, la inflación alcanzó niveles superiores al 6,000% anual y la debilidad del estado se tradujo en la expansión del terrorismo a casi todo el territorio nacional.
Solo en la primera década del siglo veintiuno, luego de la derrota de Sendero Luminoso y el establecimiento de una economía de libre mercado, podríamos caracterizar al Perú como un país en plena recuperación. Desde el año 2001, todos sus dirigentes han llegado al poder por mecanismos constitucionales, y a partir del año 2002, ha logrado superar sus ingresos per cápita de 1967, el mejor año para la economía peruana previo a la revolución. Persisten grandes deficiencias, como lo son la corrupción, la falta de acceso a servicios básicos, la inestabilidad política y la desconfianza institucional. Aun así, se trata de una democracia que ha progresado enormemente, enterrando el miserable legado velasquista para convertirse, junto a Colombia, en uno de los grandes refugios libres de la diáspora venezolana.
El caso peruano nos enseña que la democratización exitosa es posible incluso cuando parezca improbable. Los venezolanos no están condenados a sufrir la dictadura perpetua que ha atormentado a Cuba, ni al destino de Nicaragua, donde la tiranía revolucionaria perdió el poder en 1990 solo para recobrarlo en el año 2007. Por otro lado, nos enseña que incluso en el mejor de los casos, la multicrisis revolucionaria sólo se solucionará mediante un proceso complejo y doloroso. No solo se deben recuperar las urnas, sino también la institucionalidad económica y la misma estructura de la sociedad.