El conflicto ocasionado por la decisión de la juez estadounidense Ann Donelly, despierta inquietudes jurídico-políticas, más aun cuando el Fiscal General del Estado de Washington, Bob Ferguson, al referirse al caso, declaró que “la constitución se impuso…nadie está por encima de la ley, ni siquiera el presidente”.
Trump se vino lanza en ristre contra la funcionaria, ratificando su perfil. Ya había destituido a la Fiscal General (encargada) Rally Yates al no acatar la orden de restricción al ingreso de inmigrantes por su ilegalidad y, entonces, prefirió el desacato a la “obediencia servil al Presidente”.
La Teoría del Estado enseña, utópicamente, que la Constitución es ley fundamental y a ella se deben someter todos los actos de las autoridades del Estado, sin excepción.
La interpretación constitucional tiende en la actualidad a distraer la conciencia colectiva, a burlarla, apelando a los jeroglíficos de los doctores “infalibles de la Santa Madre Corte”. Es una estrategia política de moda. Por eso el señor Trump está pendiente de que se integre la Suprema con áulicos de su criterio para que aplaudan sus decisiones “discriminadoras de la especie humana”.
Hay que defender el principio de que la constitución democrática es el contenido de la voluntad popular, el ADN del pueblo, y que su cambio debe autorizarlo él directamente. Nunca los detentadores de cualquiera de las ramas del poder, arbitrariamente.
Loewenstein - autor respetable- observa que “en la constante competición que existe entre los detentadores del poder en el proceso político, cada uno intenta buscar en las normas constitucionales la interpretación más cómoda para sus tareas”. Y para sustentar su tesis cita innumerables ejemplos, ejemplos que en Colombia abundan.
¿Cuál sería la solución a esa aberrante política? Crear un Tribunal Popular de Conciencia Constitucional, un Areópago. Una corporación ante la cual se puedan impugnar los fallos de los jueces de constitucionalidad que interpretan la Carta Política a su arbitrio, distrayendo el sentido natural y obvio de los principios fundamentales creados por la conciencia colectiva, por la cultura popular, que son, en síntesis, el sentimiento del pueblo que se expresa para lograr su libertad racional, libertad para todos y no para los grupos que acaparan el poder en beneficio de sus egoístas intereses.
Ese tribunal integrado con jueces de conciencia no hará discursos pedantes para confundir con argumentos ininteligibles, no redactará sentencias engorrosas y expresará su convicción intima. Una convicción identificada con el querer e interés común, causa del Estado.
La democracia es el control del poder por el poder, admitiendo que el único omnímodo es el soberano del pueblo. Ese debe ser el encargo al Tribunal de Conciencia Constitucional, integrado con un número suficiente de representantes del pueblo, tantos que cuando su presencia se requiera para que emitan un veredicto en conciencia, se les convoque por sorteo, de manera que sea la providencia, el azar o la alternatividad de la complejidad de la vida, la que resuelva quienes deben asumir esa responsabilidad.