El espíritu, desde luego. Pero hay otras cositas que hay que ver a quién se las encomiendo. Porque, quiérase o no, buena parte de nuestras vidas, está en manos de otros. Pese a una autonomía llevada hasta la soltería suprema y a los apartamentos hechos para que no quepa sino un ser de dos piernas y otro de cuatro patas, no se puede negar que toda persona está obligada a poner parte de su vida en manos de otras personas. La enfermedad nos pone en manos de los médicos, la teja corrida en manos del siquiatra, la culpa en manos del confesor, el amor en manos de Romeo o de Julieta, según sea el caso. ¿Y la política en manos de quién?
En el ámbito de lo espiritual es usual escuchar hablar del don de discernimiento. Es como una capacidad de la cual Espíritu Santo dota a los hijos de Dios para escoger siempre el bien supremo, dentro de la caridad y la justicia. Además, el mismo Espíritu divino concede como una especie de cajita de herramientas, llamadas dones, para que la persona sea sabia, inteligente, fuerte, temerosa de Dios, etc. y así poder abrirse camino provechoso en la vida. Y para salvar su alma, propósito el más sublime de todos. Pero hay que aplicarse a la tarea de usar dichas herramientas y tomar decisiones en la vida.
Y tales decisiones tienen que ver, en ocasiones varias, con saber a quién encomendar la propia vida. No es asunto de poca monta. Piénsese, por ejemplo, en la decisión de contraer matrimonio, o de someterse a una operación compleja para el cuerpo, o en los compromisos que se deben adquirir para hacer parte de ciertas realidades de la vida social o económica o política. Pareciera que lo primero que aconseja la sabiduría es ir, en asuntos importantes, con mucha calma y con cierta lentitud. Apresurarse puede ser el inicio de momentos difíciles que se podrían haber evitado dándole un poco de tiempo para que las cosas maduraran un poco más. Desesperarse puede dar inicio también a una ilusión desencarnada que pronto se cae y todo empeora.
Lo grave de todo este tema, por ejemplo en las circunstancias actuales de Colombia, es que el discernimiento podría indicar que no hay frutos maduros ahora para escoger y recoger. La sociedad está inspirada hoy por el miedo o el deseo de desquite, por la angustia o por una ansiedad ilimitada de poder, por el deseo de que todo cambie o que nada cambie. No la tiene fácil ni el Espíritu Santo y mucho menos los que lo llevamos por el bautismo en el corazón.
Jesús, desde el árbol de la cruz, viendo, no su sufrimiento, sino la oscuridad por la que deambula tan frecuentemente la humanidad y la dureza de corazón para aceptar la obra de Dios, terminó su existencia con frase célebre e indeleble: “A tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu”. Es hora de preguntarnos sinceramente qué quiere Dios de Colombia y no solo tal o cual persona que, en todo caso, son unos pequeños seres como lo somos todos. ¿Estaremos llegando a una etapa de profunda y dolorosa purificación para nuestra nación?