Con Ulises coincidimos en octubre del 87 en Cartagena en un evento programado por Cancillería, que reunía a oficiales de la Armada del Continente. Él, entonces, trabajaba en el Dapre A. L. (antes de Laura), yo en Minrelaciones, en tiempos del gran Augusto, en Organismos Internacionales, donde una nueva funcionaria alcanzó a preguntarme la víspera que no entendía por qué diantres el tema de “el fenómeno del Niño” estaba adscrito a la sección de Asuntos del Mar -que yo manejaba- en vez de estar radicado en la Secretaría de Derechos Humanos, como correspondía, y que pensaba ponerle la queja a nuestro jefe directo, Mauricio Acero Montejo.
Yo alcancé a atajar a quien, al parecer, no rebuznaba por un problema en la configuración de la garganta, y le expliqué que se trataba de un fenómeno climatológico consistente en un periódico calentamiento en el Océano Pacífico y que normalmente después llegaba “El Fenómeno de la Niña”, así llamado porque que consistía en solo llorar y llover, llover y llorar. Le conté la historia a Ulises y fue motivo para departir unos cuantos rones, en un bar a orillas del mar, luego de nuestra última jornada socio-laboral.
Como buenos galanes de heladería que éramos, alcanzamos a divisar a un par de lindas “sardinas”, que abordamos con éxito y resultaron ser integrantes de un paseo bogotano de fin del Bachillerato. En efecto, unos minutos luego de nuestro amable encuentro, llegó a rescatarlas un grupo de chicos y chicas y decidimos encontrarnos más tarde en algún sitio acordado, donde llegaron, cumplidas. Estábamos en las primeras de cambio, escuchando los cuentos de Ulises- que hablaba más que una suegra locutora- pero al punto dijo una de ellas: “ahí vienen los del paseo” y decidimos trasladarnos a un bar lejano, para seguir nuestro encuentro medio “tinieblo” cuando, efectivamente, al poco tiempo dijo una de ellas: “¡oh, no!, acaban de entrar los del paseo”.
Y para hacer corta la historia larga, nos fuimos a una discoteca bien oscura y cuando, por fin, nos disponíamos a conjugar el verbo “chupar trompita”, una de ellas exclamó “¡Ay, jueputa!, acaban de entrar los del paseo con la profesora” y Ulises, por su parte, exclamó: ¡Bueno, qué paseo ni qué hps, hermanito, nos largamos! y nos tocó dejarlas ahí tiradas, para que se las comiera el tigre y se las tragara el maldito paseo. Regresamos al Cristóforo Colombo, donde pernoctábamos, y en el Lobby pudimos congraciar con otras bien alentadas chicas paisas, vecinas de ocasión, con su abuelo; tomamos unas cuantas “heladas”, las invitamos a “discotequear” y asintieron, con una condición: “primero tenemos que hacer dormir a mi abuelito, a él le gusta el aguardientico, llevamos una botella, nos la tomamos con él, y queda listo”.
Estábamos adentrados en la primera de Tapa Azul, y nada. El vejete sacó, presto, una garrafa del mismo color y hágale. Al fin de la jornada, Ulises propuso: “bueno, don Guillermo, triple fondo blanco” y, al tercer envión, el hombre estuvo a punto de clavar el pico, pero nada, en realidad tomó un segundo aire, se paró en una silla y sentenció: “Bueno, señores, ahora sí vamos a hablar de política: cuando fui concejal de Pácora, en 1950…”. Y para hacer corta la historia larga, entre las dos Cándidas Eréndidas y el abuelo desalmado nos llevaron cargados hasta el apartamento donde estábamos “bajados”, tal como íbamos, cual par de féretros…