Mi abuelo demoró meses en llegar desde Francia a América Latina. El viaje en barco era toda una travesía digna de Emilio Salgari. Paraba en África a cargar carbón y desde allí se lanzaba a cruzar el océano Atlántico. Escenario ideal para, muchas décadas después, narrar las aventuras que cualquier nieto de antaño quisiera escuchar.
El mundo era grande, inmenso y las historias que esta generación portaba desde una Europa en guerra eran tan difíciles de probar como de negar. La tradición oral contaba con el tiempo y beneplácito de la mayoría. Las actividades eran colectivas, en los bares de las esquinas había tantos parroquianos como debates y en las casas más de un diario para cotejar ideas. Perder el tiempo no era perder el tiempo, sino detenerse un momento para valorar las pequeñas cosas.
El mundo ahora es chico. El tiempo es más tirano que el de la televisión y alguien nos tiene que decir en qué, cuándo y cómo debemos pensar. Ya no hay dos diarios en la casa, están todos los que quieras en la red, a un clic de distancia. Todos. En cambio, como los animales que han vivido en cautiverio durante años, cuando nos abren las rejas, no nos animamos a salir de la jaula. Decidimos mantenernos en el estrecho recinto que conocemos. Día a día perdemos nuestro sentido de comunidad y apostamos febrilmente al sálvese quien pueda o, mejor dicho, al sálveme a mí, los demás que se arreglen.
Así como perdieron importancia las fabulosas anécdotas de nuestros abuelos hemos olvidado otras historias más viejas aún: las que nos legaron los grandes padres de nuestra América Latina, que galoparon estos terruños con la ambición de la libertad y de tener una patria grande, unida, de todos y para todos.
Poco nos preocupan las otras realidades, las del vecino y mucho menos lo que pasa en el continente, al punto que ni siquiera tenemos conocimiento de lo que se vive más allá de nuestras fronteras, del país que sea. Para muchos América Latina son los países más grandes, los de las economías más fuertes, el resto carece de interés mediático, por lo que nos abocamos a creer, repetir y compartir la información y desinformación que nos llega a través de las redes sociales.
Hace algunos días un periodista señalaba que, a pesar de la nueva ola de gobiernos progresistas, los países de este signo ideológico tenían dificultades enormes en la gobernabilidad, como por ejemplo Chile, debido al fracaso electoral de la administración de Gabriel Boric en el proceso constituyente. Además, Argentina vive uno de sus momentos más difíciles desde el punto de vista económico, al punto que chilenos, brasileños y uruguayos parecen acaudalados turistas que no se privan de nada en el país de los campeones del mundo; y Gustavo Petro en Colombia tiene altos niveles de desaprobación, a pesar que debería estar aún en un proceso de luna de miel electoral.
Todo eso es innegable. Pero también hay otra región, de la que no se están ocupando la mayoría de los medios de comunicación. La violencia y los excesos de Perú, que poco a poco dejan de ser noticia –al igual que la guerra de Ucrania, que para quienes manejan la agenda noticiosa viene perdiendo rating– pero la inestabilidad política se consolida día a día.
En estas latitudes sureñas la agenda nunca la ocupa América Central ni el Caribe, más allá de algún perdido flash de El Salvador con su presidente Nayib Bukele, al que unos cuantos celebran sus políticas violatorias a los derechos humanos, sus declaraciones populistas o su show mediático de gobierno.
Tampoco Guatemala aparece en la agenda, país que está en pleno proceso electoral, en donde el lawfare y la corrupción campea en cada rincón de la nación; donde se violan las libertades más caras. También se pasa por alto en la agenda informativa el acontecer de la administración hondureña de Xiomara Castro, la única mujer presidenta en América Latina en estos momentos, que heredó un narco-Estado, cuyo último presidente fue sacado esposado de su país para ser juzgado como narcotraficante en Estados Unidos a pocos días de dejar el poder.
Los blindajes mediáticos están a la orden del poder de ocasión, en los parajes menos pensados incluso. En aquellos en los que otrora considerábamos que podían ser ejemplos de la democracia continental. También allí se cuecen habas.