No. Esto no es un panegírico ni una apología del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ni una reivindicación de su política exterior. Mucho menos un publirreportaje de campaña. A lo sumo, un recuento de hechos y un par de comentarios. Cada cual sacará sus conclusiones.
Una vez más, han nominado a Trump al Premio Nobel de Paz. No hay mucho mérito en ello: el procedimiento de nominación prácticamente no tiene requisitos… salvo el de ser nominado. (Lo cual, por otro lado, ya dice bastante del sobreestimado premio que entrega anualmente el Comité Noruego del Nobel, cuyos miembros son elegidos, cómo no, por el Parlamento de ese país). El argumento del nominador -el político noruego Christian Tybring-Gjedde, quien también impulsó la postulación anterior de Trump en 2018- subraya el papel jugado por el presidente estadounidense en la negociación del acuerdo entre Emiratos Árabes Unidos e Israel, que será firmado en Washington el próximo martes.
El Acuerdo Abraham no es poca cosa. Constituye un logro importante en la transformación de la relación entre Israel y el mundo árabe que ha venido produciéndose en distintos frentes desde hace años. Una transformación que, en el largo plazo, tiene el potencial de jugar un papel fundamental en la estabilización de la región, e incluso, en el mejoramiento de la situación del pueblo palestino, a pesar de la tozudez de su dirigencia -cada vez más solitaria en su obcecación-, como lo demuestra el estrepitoso fracaso de su intento de boicotear el Acuerdo en la Liga Árabe.
Pero Tybring-Gjedde -algunas de cuyas posiciones políticas son, ciertamente, cuestionables- bien hubiera podido argüir otras razones en respaldo de su candidato.
Justo ayer, 12 de septiembre, han comenzado en Doha las conversaciones entre el gobierno afgano y los Talibán, previstas en el acuerdo suscrito el pasado mes de febrero entre éstos y Estados Unidos, y hasta ahora pospuestas por distintas razones. La combinación de diplomacia itinerante, presión militar esporádica sobre los Talibán, y condicionamiento del flujo de recursos a Kabul, parece haberle funcionado a Washington para llevar a las partes, finalmente, a la mesa.
Además, la semana anterior, Serbia y Kosovo, sentados a uno y otro lado del escritorio de Trump en la oficina oval, pactaron transitivamente seguir avanzando en la normalización de sus relaciones económicas. Sí: al margen de Rusia, valedora tradicional de Serbia, y de la Unión Europea y el “Proceso de Berlín”.
Naturalmente, el Acuerdo Abraham no es una panacea para Medio Oriente. La prudencia obliga a la cautela, y a moderar toda expectativa frente al proceso de Doha, que es fácil prever lleno de obstáculos. Este no es el primer avance en las relaciones serbo-kosovares, y tampoco será el definitivo.
Pero, si le han dado el Nobel a Obama (y a otros) por sus “esfuerzos” ¿por qué no dárselo a Trump por los suyos? A menos, claro está, que el cacareado premio, en realidad, no sea para tanto ni para tan poco.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales