Los chilenos deciden si se embarcan o no, y la forma en que eventualmente lo harán, en un proceso constituyente. Parece haberse agotado, definitivamente, el marco constitucional de 1980 -adoptado en plena dictadura- y, sin embargo, suficientemente versátil para regir, con algunas reformas, un exitoso proceso de transición y consolidación democrática. El “Plebiscito Nacional 2020” debió celebrarse el pasado mes de abril (o mucho antes, a juicio de algunos), pero, como consecuencia de la pandemia (o de la inercia y la abulia política, según otros), hubo de aplazarse hasta hoy.
Lo más probable es que una “Convención Constituyente”, elegida en abril del próximo año, se aboque durante 9 meses a la redacción de una nueva constitución, que, en todo caso, deberá ser refrendada popularmente después. Por muy constituyente que sea, eso sí, la Convención no podrá sustituir el régimen democrático, ni desconocer sentencias judiciales, y deberá respetar los tratados internacionales vigentes. Una precaución que, unida a otras más procedimentales, parecen haber tenido en cuenta los chilenos, vista la experiencia de otros procesos constituyentes latinoamericanos -incluyendo, ¡cómo no!- el colombiano de 1991.
Ese proceso constituyente es indisociable, en su origen inmediato, de las grandes movilizaciones -incluso violentas- que se presentaron hace un año, en medio de un clima de agitación social, desafección política, e insatisfacción económica, que la pandemia, su gestión, y sus consecuencias, no han hecho más que enrarecer; y que la discusión constituyente, con todas sus complejidades, probablemente, no bastará para apaciguar.
Sería ceguera desconocer las oportunidades que abre la adopción de una nueva Constitución para poner a tono el ordenamiento jurídico y político con nuevas realidades, nuevos problemas y nuevas posibilidades. Para que, como lo ha señalado el director para el hemisferio occidental del Fondo Monetario Internacional, Alejandro Werner, "los principales elementos que generaron la historia de éxito chilena se (mantengan) en términos de crecimiento económico, pero se complementan con una agenda de inclusión social”. Pero sería igualmente ciego, y, en cualquier caso, peligrosamente ingenuo, desconocer los riesgos de abrir esa caja de Pandora que es, en cualquier circunstancia, un proceso constituyente.
Especialmente, cuando viene antecedido del ruido de las protestas, la volatilidad social, el descrédito (no del todo gratuito) de las élites, la erosión del liderazgo político, la incertidumbre sobre el futuro (exasperada por las circunstancias), la demanda creciente de mayores beneficios, la reivindicación de nuevos derechos, e incluso, de la ilusión de refundar la nación y saldar una que otra cuenta con la idea que cada uno tiene del pasado.
Como de la caja del mito, de un proceso constituyente pueden salir muchos males. Pero también, en ella reside, al final, la esperanza. Durante años, Chile ha representado, en varios aspectos, un modelo a seguir. Un modelo imperfecto (¡por fortuna!), pero sobre el cual es mucho lo que aún se puede construir. En este momento crucial de su historia, Chile merece el mejor de los destinos. Por Chile, y, también, por América Latina.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales