Con el tiempo, Colombia ha venido consolidándose, junto con Brasil, como uno de los grandes organizadores latinoamericanos de eventos deportivos de escala mundial. Desde los remotos Juegos Panamericanos de Cali en 1971 que abrieron la senda, por el país han desfilado la Copa América, los Juegos Mundiales, los Juegos Suramericanos, el Mundial Sub-23 y una seguidilla de torneos de disciplinas individuales que han copado la agenda hoteles, noticieros y diarios durante las semanas de disputa por la gloria.
Y para no desentonar, este año tenemos otra oportunidad de ser anfitriones de un nuevo campeonato de gran envergadura: la Copa Mundial de Fútsal de la FIFA. Una competencia que aunque a muchos puede que no les suene a nada, es la octava versión de un torneo que la FIFA estrenó en la Holanda de 1989 y con el cual se busca reivindicar al fútbol sala, que viene siendo el mismo microfútbol, pero con un rimbombante nombre que lo cubre con un aura ficticia de elegancia y caché.
El 18 de marzo de 2013 en el corazón de la fría Zúrich, Colombia se alzó como la ganadora de la puja por la sede del mundial. Dejó en el camino a candidaturas de alto turmequé como la de España, potencia con una liga de 30 años de antigüedad y dos divisiones y estadios con capacidad similar a los de equipos colombianos chicos, y arrasó en la final con la República Checa, un enigmático contrincante cuya liga local, la Česká Futsalová Liga, se destaca como una de las mejor organizadas de Europa.
Y es que justamente por la gran cantidad de pretendientes que llegaron a las puertas de la FIFA para ser elegidos es que sorprende y entristece el trato de segunda categoría que le estamos dando a este evento. La estrategia de marketing ha sido nula desde el gobierno nacional, distinto al despliegue multitudinario que se le dio al Mundial Sub-23 de 2011, lo cual puede tener su explicación en que Bogotá no es ciudad sede como sí lo son Bucaramanga, Cali y Medellín, pero que ha sumido al campeonato en el anonimato, reduciéndolo a una copita cualquiera como auspiciada por una marca de yogures y no por el máximo ente del fútbol global.
Con estadios vacíos funcionando a menos de media capacidad, donde los goles retumban entre eco y no entre gritos, estamos dejando la peor de las imágenes ante la FIFA y haciendo historia con un desastroso promedio de 2.000 espectadores por partido, muy por debajo de los 3.000 de Tailandia2012 o los 5.000 de Brasil2008. Tal vez solo Argos, patrocinador de la liga local de fútsal (sí, tenemos liga local de fútsal), se ha puesto la camiseta y con inversiones publicitarias en horario prime time ha intentado animar a la gente para que acuda a ver los espectaculares choques de Irán contra Azerbaiyán o la goleada para el olvido de Kazajistán contra Islas Salomón.
Y así, enredándonos en lo pequeño, aún creemos merecernos un Mundial de mayores como el que alguna vez dejamos pasar.