Aún en medio de las tempestades que se han desatado por los sucesivos escándalos que afectan a su gobierno y hasta la familia presidencial, el presidente no cesa en su empeño de someter la institucionalidad a su omnímoda voluntad que le permita simultáneamente debilitarla y cobrar venganza de las personas que en su momento ejercieron sus competencias de conformidad con los preceptos legales y los desarrollos jurisprudenciales. Su más reciente objetivo parece concentrarse en la Procuraduría General de la Nación y en la Contraloría General de la República a fin, supuestamente, de “proteger la democracia representativa, cumplir las obligaciones internacionales del Estado Colombiano en materia de derechos políticos y fortalecer la Rama Judicial del Poder Público”.
Todo indica que el gobierno se propone devolvernos a los tiempos en que la Procuraduría y la Contraloría eran meros órganos administrativos que no gozaban ni de la autonomía y ni de la independencia que hoy les atribuye la Constitución del 91, cuando los caracteriza como órganos de control (art 117). Por ello, el art 118 señala que la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo ejercen el Ministerio Público, y a ellos les corresponde la guarda y promoción de los DDHH, la protección del interés público y la vigilancia de la conducta oficial de quienes desempeñan funciones públicas. En esa tarea la Procuraduría adelanta investigaciones disciplinarias y sanciona hasta con destitución e inhabilidad para ejercer cargos públicos A su vez la Contraloría establece la responsabilidad que se deriva de la gestión fiscal, impone sanciones pecuniarias, recauda su monto y ejerce la jurisdicción coactiva, promueve investigaciones penales o disciplinarias y suspende funcionarios mientras éstas concluyen.
Desde el poder Petro desdeña la aplicación de las normas a las que acudió constantemente mientras hizo oposición. Hoy quiere modificar la naturaleza jurídica de los órganos de control para que no ejerzan funciones jurisdiccionales ni sancionen a los servidores públicos de elección popular con suspensión, destitución o inhabilidad, y para ello propone eliminar esas facultades en el ejercicio de las funciones que hoy les concede la Constitución. Parece la antesala de la recepción de todos los usufructuarios de la paz total que hoy se alistan a su legalización por designios del gobierno, y que se sumarán a la impunidad que cobijará a todos los servidores públicos de elección popular, muchos reincidentes, con el deterioro irreversible que ello implica para la ética pública.
Su caballito de batalla es el art 21.3 de la Convención Americana de Derechos Humanos promulgada en 1969, pero hoy sujeta al derecho de configuración que les asiste a los órganos constitucionales nacionales competentes para adecuar esa disposición a las normas constitucionales aprobadas en Asamblea Constituyente y confirmadas plebiscitariamente y siempre actualizadas, como reiteradamente lo ha hecho nuestra Corte Constitucional, lo que obliga a su cumplimiento, aún al presidente revanchista con quienes cumplieron con sus deberes legales y constitucionales. Mezquino propósito vedado a quien juró cumplir con los preceptos constitucionales y legales que conforman nuestro ordenamiento jurídico.
Permitírselo sería la antesala a la sustitución del régimen democrático, finalidad que asoma en las recientes iniciativas de la paz total.