Durante los ochenta, el general argentino Leopoldo Galtieri ordenó ocupar las Malvinas para recuperar la soberanía que hasta hoy ejerce el Reino Unido.
Continuador del esquema de juntas militares caracterizadas por la persecución y el recorte de las libertades, él obtuvo un abrumador apoyo popular.
Lo mismo había sucedido cincuenta años antes en la Alemania tan escolarizada e industrializada de entonces, caracterizada por un clima prebélico permanente.
El consenso en el que Hitler basaba su permanencia en el poder era sorprendente y, tanto allí como en Italia, los dictadores recibían un apoyo popular cercano a 100.
En la práctica, eso significa que, si en el marco de un peligro inminente o una guerra, visible o invisible, un gobernante no alcanza un respaldo popular superior al 90, puede considerarse un adefesio, un auténtico bodoque.
Por supuesto, el conservadurismo extremo de la sociedad es una reacción instintiva, un afán de encontrar en lo gregario el máximo grado de preservación de la identidad (valores, recursos e integridad territorial).
Por eso, las expresiones de inconformismo, desobediencia y contestación tienden a disminuir drásticamente en tales circunstancias.
En las calles aumenta la censura social al transgresor, los homicidas se esfuman y en los balcones donde antes se promovían los cacerolazos solo se ven cantantes de barrio y aplausos al personal sanitario.
Asimismo, se reza mucho más, se multiplica la religiosidad virtual, las puertas de las casas se visten de crucifijos y se pide intensamente al Creador por los seres queridos, sobre todo, si están lejos o expuestos cotidianamente al riesgo en cuestión.
En otras palabras, pandemización es sinónimo de unanimismo, gregarismo y miedo.
Miedo que la autoridad mitiga, modula y regula sembrando esperanza, reforzando utopías, dosificando el populismo y, en muchas ocasiones, adentrándose en los campos del subsidio socialista que el liberalismo aborrece por naturaleza.
De hecho, los gobiernos se sienten con licencia para intervenir, controlar al individuo y a los colectivos y, en el peor de los casos, abusar y tratar de perpetuarse en el poder.
En muchos casos, se construyen hospitales en diez días, se descongestionan las cárceles, los indigentes son llevados a refugios seguros, la salud se garantiza, se desinfectan los muladares y la lucha solidaria contra el hambre se redobla.
Los servicios públicos se democratizan, los grandes capitalistas compiten entre sí como en subasta a ver quién dona más dinero y hasta las bandas terroristas se convierten en garantes del orden sanitario y regulan las prácticas sociales en los territorios donde ejercen su control.
En definitiva, es apenas natural que, más allá del desespero y la claustrofobia, muchos jóvenes que hasta ahora aprenden a vivir en democracia se pregunten si los estados de excepción pueden ser, más que deseables, preferibles.
Disonancia de la que, en todo caso, muchos gobiernos se valen para manipular, corromperse aún más y promover a diestra y siniestra el latrocinio.