El 28 de julio de 2024, Nicolás Maduro protagonizó la más salvaje usurpación del poder en lo que va de la infame historia del chavismo. Ya se había acostumbrado a descalificar arbitrariamente a sus opositores, intimidar a los votantes con matones armados y privar del voto a los millones de venezolanos en el exterior, entre otras tácticas nefastas. Cuando nada de esto pudo prevenir una victoria aplastante por parte de la oposición, desconoció estos resultados y proclamó la victoria, basándose en números ficticios. Fue así que le arrebató al pueblo venezolano, de la manera más descarada, la libertad que les corresponde como hijos de América.
El nuestro es el continente de Washington, Bolívar y San Martín, así ciertos dirigentes socialistas quieran hacernos olvidarlo. Nuestros fundadores aseguraron la independencia en rechazo al absolutismo estatal que se apoderaba de Europa, cuyo principal vicio era someter a la sociedad civil a los caprichos del rey y sus ministros. Entendieron la importancia de la ciudadanía responsable como base de la libertad, el orden y el progreso. Eran enemigos del autoritarismo real, pero también del extremismo revolucionario de los jacobinos, precursores de la izquierda radical de nuestros tiempos cuyos esfuerzos solamente habían conducido a nuevos autoritarismos en Francia.
La libertad panamericana, hasta hace poco, parecía ser el destino inevitable de nuestro hemisferio. En 1984, 391 millones de americanos vivían en sociedades mínimamente democráticas, donde los ciudadanos podían elegir a sus jefes de gobierno y legisladores en elecciones competitivas, mientras que 257 millones vivían bajo algún tipo de autoritarismo. Para 1994, después de la caída del muro de Berlín, la población de la América autoritaria se redujo a 131 millones -alrededor de la mitad- pues la democracia había llegado a Brasil, Chile, Panamá y Uruguay, entre otros países. Para el año 2001, esta población se había reducido a 20 millones, concentrados entre Cuba y Haití, principalmente debido a la democratización definitiva de México durante el mandato de Ernesto Zedillo. El nuestro era un hemisferio casi totalmente libre. Todos los ciudadanos de su masa continental, desde las aguas heladas de la bahía Hudson hasta los densos bosques de la Patagonia, gozaban de algún tipo de democracia.
En los últimos 24 años, la izquierda radical ha propiciado el mayor retroceso institucional en la historia reciente de América. Ha logrado destruir la democracia por completo en Nicaragua y Venezuela, casi triplicando a 58 millones la cantidad de americanos sometidos al autoritarismo. En los demás países de la región, ha socavado profundamente la institucionalidad, generando odio en lo social, caos en lo político y miseria en lo económico.
Aun así, América sigue siendo el mayor bastión de la democracia en el mundo. Tanto Asia como Oceanía permanecen bajo la influencia directa y perniciosa del Partido Comunista de China. La Europa libre se ve amenazada por las agresiones constantes de Moscú mientras que, en África con pocas excepciones, la democracia aún no ha logrado prosperar, amenazada por los legados del imperialismo, el marxismo y las pugnas étnicas.
En su esencia, el nuestro es un hemisferio con vocación de libertad, democracia y apertura al mundo. Como proclamó Bolívar en su discurso al Congreso de Angostura, esta tierra debe “servir de lazo, de centro, de emporio a la familia humana…sentada sobre el trono de la libertad.” No podemos permitir que un tirano ignorante y miserable le robe a un continente la confianza en su legado histórico. Los verdugos de la democracia venezolana, así como todos sus cómplices, merecen el repudio de toda América.