Sea mediante dispositivos (hardware) o aplicaciones (software), el sufijo “ware” determina nuestra rutina y evolución. Ahora, deberíamos ser conscientes del artificial milagro económico configurado en Delaware, donde recaudó su capital político el actual presidente de Estados Unidos, Joe Biden.
Admirable, el Nobel de Economía 2002 desafió al empeño de los expertos que insisten en defender la racionalidad y nobleza de los agentes, pues sus juicios y decisiones dependen de la testaruda o corruptible psicología, individual y social. Inconsistentes, denominan “depresiones” a las recesiones o “depreciaciones”, pero no catalogan las burbujas como fases “maniacas”.
Recientemente, el “esquizofrénico” Nobel de Economía 2008 condenó a los dolientes estadounidenses que descalifican su situación socioeconómica, porque las ortodoxas estadísticas sugieren que deberían estar satisfechos y agradecidos (¿Will voters accept the good news?, 1/1/2024).
Renunciando a reconocer la realidad del ciudadano común o corriente, peca tal como el Banco Central, que protege a Biden como reacción a la “paranoia” que genera Trump. Que entre el diablo y escoja, las políticas económicas de esos dos rivales permanecen ancladas al pasado, aunque el clima económico experimenta turbulencias o cambios.
Como ejemplo, Microsoft resucitó para convertirse en la empresa más valiosa por capitalización, gracias a su alianza estratégica con OpenAI, empresa que demandó Elon Musk, acusándola de haber mordido la manzana y desviado sus principios: perfeccionar y democratizar la inteligencia artificial general, en beneficio de la humanidad, renunciando al ánimo de lucro.
El hardware también recuperó el protagonismo que había perdido, gracias a “Nvidia” y una serendipia que terminó adaptando el procesamiento paralelo de sus chips, para trasladar su potencial de cómputo desde los videojuegos hacia la IA -curiosamente, algo similar ocurrió con Ozempic, que fue concebido para tratar la diabetes, pero ha sido explotado por su efecto estético para adelgazar-.
Como la innovación se limita a reflejar aquello que el caprichoso mercado estima como preferente y viable, aún no aparecen en los escalafones señales de empresas como IBM, que han anunciado progresos en computación cuántica, cuya capacidad promete declarar como arcaico a todo lo que hoy produce sorpresa.
Finalmente, ignorando la moda “ware”, la mayoría de los ciudadanos ignora el enlace que conecta esa tendencia con un “puerto”: Delaware, capital estadounidense de las empresas fachada, cuyos “headquarters” tienen vínculos inalámbricos, Wi-Fi o Winning Financials, con los núcleos financiero -NY- y tecnológico -Silicon Valley-.
Apenas superando el millón de unidades, Delaware alberga más empresas que ciudadanos; y, aunque carece de los atractivos tradicionales, ha sabido librarse de la tóxica etiqueta “paraíso fiscal”, facilitando el margen de maniobra de quienes acostumbran a imponer las reglas, sanciones y excepciones.
Facultativo, el “anonimato” que transige permite limitar las responsabilidades, y evadir la trazabilidad, según señala “How the First State Has Favored the Rich, Powerful, and Criminal—and How It Costs Us All” (Weitzman, 2022).
Para terminar, quizás por pura coincidencia, el “firmware” es un software integrado al hardware para permitirle ejecutar funciones básicas, como el arranque del sistema, la comunicación con otros dispositivos y la memoria. Y Delaware funge como destino obligado para las “firmas” de abogados, auditores y asesores financieros, que apalancan el emprendimiento fraudulento.
Ese código fuente fusiona los orígenes de Biden con la lógica neoliberal, desregulatoria, lobista y corporativista de Trump; lamentablemente, Estados Unidos está condenado a repetir la historia que anuncia el libro “American Kleptocracy: How the U.S. Created the World’s Greatest Money Laundering Scheme in History”.
Urge un hacker socioeconómico y ético.