El debate del pasado 10 de septiembre entre Donald Trump y Kamala Harris dejó escasas esperanzas para quienes quisiéramos ver en Washington un aliado proactivo a favor del progreso y la democracia en el hemisferio occidental. La vicepresidenta Harris no hizo ninguna mención directa de Latinoamérica, Sudamérica, Centroamérica, o cualquier país de nuestra región, a pesar de que el moderador, David Muir, le preguntó sobre las causas fundamentales de la migración desde Centroamérica.
Por otro lado, las afirmaciones del expresidente Trump reflejaron una visión hostil e incorrecta de la realidad del hemisferio. Denunció la apertura de fábricas automotrices en México como una amenaza para el empleo estadounidense, así como la llegada de peligrosos inmigrantes “de todo el mundo, no solo de Sudamérica.” También afirmó que Venezuela había acabado con la delincuencia al enviar a todos sus criminales a los Estados Unidos, a la vez que vaticinaba que bajo un gobierno Harris, su país se convertiría en “Venezuela con esteroides,” posición que trivializa la profundidad del daño que el régimen chavista ha producido en el país.
Hace poco menos de treinta años, durante el debate del 6 de octubre de 1996, los candidatos presidenciales Bill Clinton y Bob Dole demostraron un interés genuino y profundo en el futuro del continente. Dole, entonces candidato de la oposición Republicana, lamentó la existencia del régimen castrista, una sociedad cerrada “a noventa millas” del país que se presentaba al mundo como principal defensor de la libertad. Para Dole, el presidente Clinton carecía de la “firmeza y la fortaleza” para acabar con aquel “refugio para narcotraficantes,” invocando implícitamente la democratización de Panamá por parte del expresidente H.W. Bush en 1989.
El presidente Clinton defendió sus políticas frente a Cuba, recordando que apoyó el fortalecimiento de sanciones contra la isla en 1992. Sin embargo, enfatizó que la “firmeza y la fortaleza” del gobierno estadounidense solo darían frutos si contaban con el apoyo de la región y la comunidad internacional. Afirmó con esperanza que “todos los países de Latinoamérica, Centroamérica y el Caribe [eran] democracias, menos Cuba,” y que muy pronto Cuba también lo sería.
En aquel intercambio de 1996, podemos apreciar serios desacuerdos sobre la efectividad de diferentes estrategias de política exterior, pero estos se basaban en un consenso fundamental sobre la necesidad de promover la democracia, la estabilidad y el desarrollo de Latinoamérica. No parecía ser, como ahora, una elección entre la hostilidad y la indiferencia.
Los problemas geopolíticos de nuestra región no eran más apremiantes en los años noventa que ahora, a pesar de los avances económicos y sociales de ciertos países. En 1996 había una sola dictadura revolucionaria en América, aliada del crimen organizado internacional y profundamente hostil a Washington. Hoy, hay tres tiranías de esa naturaleza y sus simpatizantes han llegado a las más altas esferas del poder en cada democracia importante de la región. Casi toda Latinoamérica enfrentó algún tipo de crisis a finales del siglo XX, pero no existe precedente alguno en esa época para la crisis humanitaria e institucional de Venezuela. Los carteles del narcotráfico y las megabandas, como el Tren de Aragua, representan graves amenazas para la población estadounidense, no porque hayan sido expulsados de sus países sino, al contrario, por la complicidad de los peores tiranos de la región.
Tampoco ha disminuido nuestro potencial para ser una región libre y próspera, dadas las instituciones y los incentivos correctos. Es una lástima que los principales aspirantes a la Casa Blanca no lo vean de esa manera.