El hombre está movido por la incesante búsqueda de poder, en cualquiera de sus modalidades: mando político, prestigio, fama, riqueza, conocimientos, fuerza física. Ellas no son más que expresiones diferentes del poder que ambiciona. Desde luego la fuerza más trascendental es la política, pues tiene un contenido globalizante y sobre todo goza del apoyo militar para imponerse en forma irresistible. Al hombre le ha gustado mandar, imponer su voluntad, dar órdenes y exigir su cumplimiento sobre la sociedad jurídicamente organizada.
Muchas cosas han girado alrededor de ese ímpetu o impulso humano que Federico Nietzsche denominó “la voluntad de poder”.
La muy antigua prerrogativa de mandar, imponer los designios de la propia voluntad, dar órdenes en el seno de la sociedad de la cual se hace parte, ha conservado a través de los siglos el mismo prestigio y atracción.
Ninguna cultura escapa a esta situación. El poder embruja, fascina y arrastra al ilustrado y al ignorante, al fuerte y al débil, al negro y al blanco, al civilizado y al salvaje. Un excéntrico, en Grecia, expresaba: “Yo sólo sé mandar. Que me compre el que necesite un jefe”.
En la infancia de los pueblos el caudillo acumulaba todos los poderes. Legislaba, gobernaba, ejecutaba y no toleraba que nadie discutiera su autoridad.
Con el paso del tiempo se fue moderando el poder de mandar. Surgieron muchas teorías. Ya Aristóteles planteó la tridivisión del poder político, el sistema de contrapesos. Institucionalmente se prohíbe el ejercicio desbordado del poder.
Nadie puede negar el poder como meta en todo hombre dedicado a la política. Quien lo niega es un falso o cínico. El ávaro no persigue el dinero por el ansia de poseerlo físicamente; lo persigue por el poder que engendra; el lujurioso aspira a someter la mujer que asedia. El poeta y el escultor están motivados por el afán de gloria, prestigio y reconocimiento. Ningún ser humano permanece impávido o indiferente ante la posibilidad de regresar, triunfar y realizar sus más hondos anhelos. La mujer con su poder de seducción quiere apabullar y subyugar al varón.
El luchador siempre mira con recelo y desconfianza al que aparente ser un resignado, un humilde o un ser despojado de codicias y aspiraciones.
La filosofía de estos solapados se resume así: “Si tienes talento, escóndelo; si no tienes talento, escóndete”. Los simuladores son peligrosos. Hay que tener cuidado con sus melindres, adulaciones y sagaces muestras de admiración. Se visten con piel de oveja y miran con los ojos gachos, ocultando sus colmillos filudos y sus mandíbulas apretadas de odio. La batería es el ocaso de la impureza. Pilatos fue la felonía asqueante y Judas la cobardía miserable.
Hay que respetar lo grande, lo heroico, encuéntrese donde se encuentre. La grandeza y la heroicidad no siempre la encontramos a la vuelta de la esquina.
La sociedad necesita por encima de todo, de la fuerza moral. Esta se impone por su fortaleza intrínseca. La sola fuerza física, es el poder de las bestias.