Entre las muchas afirmaciones sin ton ni son que se lanzan hoy a los “debates” púbicos hay una que dice que los alumnos desde noveno o décimo grado de bachillerato tal vez ya no necesiten la clase de religión o, mejor dicho, nada de “esas cosas”. Para ser más precisos, jóvenes de 16, 17 o 18 años, por obra y gracia de no se sabe qué fuerza misteriosa habrían superado la etapa infantil de tener que profesar una religión. Más aún, de ejercitarse en lo espiritual. El tema no tiene nada que ver en el fondo con los colegios, cuya misión en últimas no es necesariamente la evangelización, sino con la pregunta acerca de cuándo se hace más necesario el desarrollo espiritual de una persona.
Es inútil adentrarse en este tema por el intrincado sendero de derechos y más bien sí parece pertinente confrontar la pregunta con el desarrollo real y cuotidiano de la vida humana. Y todo indica para el observador objetivo que, en verdad, a medida que una persona crece y se hace adulta en todo sentido, es cuando la vida puede sacar mejor provecho de su dimensión espiritual y su formación religiosa.
Un niño y un adolescente suelen contar en esos momentos de la vida con la buena asistencia de sus papás y en cierto sentido se lo solucionan todo, incluso el sentido de su existencia, si les dan cariño, cuidado, amor y un norte claro. Pero una vez arranca la vida adulta, la persona se enfrenta a un sinfín de preguntas, dilemas, crisis y en últimas a la razón de ser de su existencia y ahí es cuando la dimensión espiritual tiene mucho qué decir y ofrecer.
Yo creo que el desentenderse de la dimensión espiritual y religiosa de adolescentes y jóvenes, en cuanto a los adultos se refiere, es una posición un poco cómoda y de resignación. A veces no parece haber más opciones por la dureza de corazón de algunos de estos creaturos en formación. Pero puede ser también una forma de dejarlos ir paulatinamente al abismo, al absurdo, al sinsentido de la vida. La cultura que respiramos actualmente, ocupada como la que más en el placer, en el éxito individual, en lo subjetivo, en la autonomía total, lejos está de querer entenderse con lo espiritual y religioso, a no ser de forma un poco mágica e instrumental. Contemplan esta dimensión como algo extraño y que quizás corresponda solo a un aspecto privado de la vida personal.
No tengo la menor duda de que a medida que la persona crece y se desarrolla, necesita más y más de lo espiritual y es deber de padres de familia, de las iglesias por supuesto, de los verdaderos educadores, de todo el que esté interesado por la suerte de los demás, buscar la manera de cultivar y hacer crecer progresivamente este aspecto para un desarrollo humano integral. No me convence el cuento de que porque tiene 17 años ya no necesita religión. La que está por hacer es la lista de las mil tonterías aprendidas hasta esa edad, realmente inútiles. Pero que la haga otro.