Por lo general uno prefiere publicar los comentarios de un concierto a la mayor brevedad. Ojalá al día siguiente.
Pero, tratándose de un evento de la importancia del pasado Festival de Música clásica de Bogotá, sexto de los liderados por el Teatro Mayor, vale la pena algo de reflexión.
Las cartas sobre la mesa. En primer lugar, estas reflexiones no son, ni editoriales, ni verdades absolutas y muchísimo menos dogmas.
Para el que terminó la noche del pasado sábado 8 de abril, el teatro propuso al público un período preciso de la historia, la belle Époque, música francesa escrita entre 1870 y 1914, es decir, entre el final de la Guerra franco-prusiana y la I Mundial; período tan desconcertante, ecléctico y hasta contradictorio -por lo mismo interesantísimo- que en él caben la Carmen de Bizet de 1875, el Concierto egipcio de Saint-Saëns de 1896, La mer de Debussy de 1905 y Gaspard de la nuit de Ravel de 1908.
Época de enorme riqueza y diversidad. Tan grande que, en modo alguno justificaba abrir con la cantante alemana Ute Lemper. Porque lo suyo es el cabaret, música de entreguerras del s. XX pues si algo hubo en la Francia de la Belle Époque fue un enconado y, medio justificado, sentimiento anti germánico tras la humillación de Sedán con Napoleón III prisionero y la consecuente caída del Imperio. Es decir, que quien se encargó de la programación, o no fue los suficientemente riguroso, o el tema anduvo por fuera de sus capacidades y conocimientos o, sencillamente, no hizo la tarea.
Nada grato empezar con una crítica de fondo, cuando a nadie sensato le pasa por la cabeza creer que las cosas se hagan deliberadamente mal. Qué fácil y cómodo, dirá alguno, criticar y censurar sin tener en cuenta lo que entraña, financiera y logísticamente, la organización de un evento que intenta cubrir una ciudad tan compleja y difícil como Bogotá. Pero, bueno, así es este oficio que demanda independencia y libertad. Hasta donde eso es posible.
De manera que, unas son de cal, otras de arena: la organización, al menos para los eventos presenciados, dos conciertos el 6 y dos el 8, fue impecable y notable la puntualidad. Aún persisten en el Teatro Mayor, la mala práctica de permitir el acceso de público luego de iniciado el espectáculo, el uso indiscriminado de celulares y los aplausos a destiempo, lo que evidencia la necesidad de educar al auditorio. Esa, no nos digamos mentiras, es faena de romanos.
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Lo que sí es una verdad de las de a puño, es que el Festival de música clásica de Bogotá es, de todos los intentos de realizar un evento de su género en Bogotá el mejor y más vigorosamente concebido en décadas.
Lo que viene es la reflexión sobre dos eventos del final en su centro de gravedad: el Mayor.
Blanca Uribe y el cuarteto Q-Arte
Ocurrido en el Teatro Estudio a las 6:30 de la tarde, tuvo un punto de partida interesante e importante: el encuentro generacional entre, la fogosidad juvenil de los miembros del cuarteto Q-Arte con la experiencia de sobra conocida, de la pianista Blanca Uribe. El Q-Arte se está consolidando como una agrupación seria y comprometida. Con esta decisión de sentarse a hacer música con Blanca Uribe demuestran inteligencia, por la trayectoria de la pianista antioqueña en lo camerístico, como miembro que fue por décadas del Trío Biava-Uribe.
En la primera parte tocaron el Quinteto para piano y cuerdas en do mayor de Jean Cras (1879 – 1932) de 1923; cronológica y estilísticamente por fuera de la época. Positivo, pese al mencionado anacronismo, la interpretación de una partitura novedosa en nuestro medio, donde la música de cámara es rareza y este quinteto aún más. Positiva también la interpretación impecable, por parte del cuarteto y por parte de Uribe, enfrentando una obra bastante comprometida y de llamativas audacias y modernidades.
En la segunda parte el plato fuerte del programa y, de paso, el estrictamente Belle époque, Quinteto para piano y cuerdas en Fa menor de Cesar Franck (1822 – 1890) de 1879, este sí, totalmente époque. Si la interpretación en la rareza de Cras fue impecable, en Franck todos se crecieron y estuvieron a la altura de una de las obras fundamentales de la música francesa de fin de siglo, no porque lo hayan hecho bien, lo que de entrada se daba por descontado, sino porque se sumergieron a tope en ese remolino emocional de la partitura. Si la compenetración en la primera parte fue impecable, aquí hubo absoluta unidad. Ninguna de las audacias, formales o armónicas -que en su momento desataron las iras del dedicatario Saint-Saëns- pasaron inadvertidas.
Encuentro generacional, entre la experimentada Blanca Uribe y los fogosos Q-Arte, que en sí entrañó una lección del buen hacer artístico.
Un final desconcertante
La palabra más apropiada para describir el concierto de clausura del Festival es desconcertante.
Para qué mentirnos, un programa sin ton ni son, con obras de una de las personalidades decisivas de la época: Gabriel Fauré (1875 – 1924).
Por una parte, quedó en evidencia que la Orchestre des Champs -Élysées, teóricamente estrella internacional del festival no llegó en las mejores condiciones a Bogotá, no por la agrupación en sí, cuyos instrumentistas son de primera línea, sino porque la directora británica Gabriella Teychenné no logró ir más allá de lo a duras penas aceptable, con uno que otro momento de dolorosa mediocridad. Dicho sin rodeos, ni a la altura de las expectativas ni del repertorio.
Programa, francamente incomprensible para cerrar un festival. Primero, un movimiento de la música para Masques et bergamasques, IV, Pastorale, en seguida Après un rêve op. 7 n°1 de Nell y para cerrar la primera parte la Élegie para violoncello y orquesta op. 24, eso sí, con la interpretación formidable del bogotano, medalla de plata del Tchaikovski, Santiago Cañón. Para el caso, ¿no habría estado más a tono algún concierto de Saint-Saëns, con tan ilustre solista?
Luego del intermedio, el Requiem, op. 48. Si la actuación de la directora Teychenné fue sospechosa en la primera parte, en la segunda fue abiertamente mediocre y no a la altura. Es verdad que la Sociedad coral Santa Cecilia apenas se limitó a montar la obra, dejando de lado todas las sutilezas que en materia de color y atmósfera demanda el Fauré, algo en obra gris. También lo fue que la directora no hizo mucho para conseguir esa atmósfera tan única de la partitura. El barítono John Chest resolvió su parte como si de un pasaje operístico de lucimiento vocal se tratara y, a la hora de la verdad, la única que se tomó el cuidado de hacerle justicia al original fue la soprano Betty Garcés: delicada, cuidadosa en el fraseo y con la entrega controlada que amerita el Pie Jesu.
VII para Latinoamérica
En la noche de clausura se anunció el tema para el VII festival: música de America.
Prometedor, que las cosas logren ir más allá del siempre bienvenido, Piazzolla, que, por ejemplo, se acuerden de Uribe Holguín, y que el tema no sobrepase al programador, como ocurrió con La belle époque…