“En el corso a contramano
un grupí trampeó a Jesús...
No te fíes ni de tu hermano,
se te cuelgan de la cruz...”
(Desencuentro · Aníbal Troilo & Cátulo Castillo)
Difícil empresa a la que se le acaba de medir la escritora manizalita Beatriz Helena Robledo: escribir la biografía de Teresa Gómez. Una quimera. Porque salvo ella misma, es probable que nadie, absolutamente nadie, logra abarcar la realidad y complejidad que encierra el alma de quien, probablemente, es la pianista más querida de los colombianos.
En 420 páginas de la edición de Penguin Random House, Robledo lo intenta. Es evidente que en su trabajo no escatimó ni tiempo ni esfuerzos. El libro está escrito desde la admiración por la artista y el respeto por el ser humano de quien ha escrito algunas de las páginas más memorables e inspiradoras de nuestra escena musical.
Es verdad que la vida de María Teresa Gómez Arteaga, Teresita, Tere, o Teresa, que es la manera como ella se refiere a sí misma, parece salida de una novela de Dickens.
Teresa debe ser la única que puede acercarse a la complejidad de sí misma. No son gratuitas las horas que ha consagrado a ello, de todas las maneras posibles, el yoga, la meditación zen, la filosofía, la música misma que, de las artes es la única que trasciende por sí misma. A sus 80 años no cesa en su búsqueda de abarcar su propia esencia y explicar su realidad.
Tal vez, si de niña no hubiera sido rechazada por las monjas carmelitas en Medellín cuando Valerio su padre intentó matricularla en su colegio -¡Ay, no se puede! es que nosotras no recibimos negros-, no se hubiera apartado de la iglesia y esa búsqueda de la espiritualidad habría sido diferente. Porque Teresa es profundamente espiritual.
Claro que el libro hace el intento de armar el rompecabezas de lo que ha sido su vida. Entregada en adopción a los porteros de Bellas Artes en Medellín, en su padre encontró el primero y el más grande de sus cómplices, él le permitía, en las penumbras nocturnas del edificio sentarse en los pianos para repetir lo que durante el día veía que enseñaban los maestros a las alumnas -las niñas ricas de Medellín- hasta que, por su talento, logró tocar para él el primero y, quizá, el más importante de todos los conciertos de su vida. Si Valerio fue el encargado de llenarla de un afecto sin condiciones, María Teresa, su madre, a su manera, un poco torpe quizá, le proporcionó las armas para enfrentar la naturaleza de su realidad, la osadía de una negra convertirse en pianista.
Lo que siguió se sabe, porque lo ha tenido que relatar miles de veces: la descubrieron profanando los pianos; como una concesión le permitieron empezar a estudiar, seguramente como un acto de caridad más que de generosidad: tan bonita la negrita, que toque, que se entretenga que eso no le hace mal a nadie; qué simpática cerrando los conciertos de final de año, le pone un toque de encanto a la velada, hasta toca bonito; el tiempo se encargará de poner en orden las cosas.
Seguramente, salvo Valerio, nadie cayó en cuenta de que su talento era descomunal y que Teresita tenía la convicción y la disciplina para esculpirse a sí misma.
No hay que decirse mentiras; si bien es cierto que a lo largo de su vida muchos, empezando por sus maestros, le han tendido la mano, incluidos nombres tan ilustres como María Currea de Aya, no han sido menos numerosos quienes no han escatimado esfuerzos para hacer de su vida un infierno.
Bueno, es que hasta vivir la tragedia de terminar, en los oscuros años del Estatuto de Seguridad del gobierno de Turbay, en los calabozos del F2 acusada de sedición. No habría regresado, a no ser por los buenos oficios de Luisa Margarita Henao, una abogada tenaz que tomó las riendas del asunto hasta conseguir demostrar la inocencia de la pianista, paradójicamente detenida casi en la puerta de Bellas Artes, su casa de la infancia.
El libro se lee de corrido como una novela de Dickens. Sigue sus pasos con la mayor fidelidad posible. Salvo, de pronto, incisos que parecen innecesarios porque nada aportan y haber ampliado más el abanico de quienes a lo largo de su vida han sido cercanos a ella, habría Robledo ampliar episodios que habrían merecido mayor extensión. Sin embargo, lo dicho, nadie puede abarcar la realidad de Teresa Gómez, una ser de muchas facetas y ningún doblez.
Desinteresada por el virtuosismo
Desfila por sus páginas, la mujer que a regañadientes acepta la imposibilidad de hacer realidad el amor. La madre que ha entendido que el compromiso de serlo tiene toda suerte de implicaciones y debe llegar hasta el final. No elude revelar su fascinación por la noche, que le ha costado ser juzgada por cada una de esas madrugadas que pasó bailando y conversando en la penumbra del Goce Pagano en Bogotá, como si de un pecado se tratara.
Se ha permitido ser selectiva con los recuerdos, porque si alguien conoce el peso de la traición es ella, pero no se ha permitido que se cuele la hiel de esas malas experiencias.
Y, desde luego, la pianista que, pese a todos, ha conquistado el corazón de un público que, más que amarla la adora y nunca le ha escatimado el tributo de su aplauso. Van desfilando uno a uno los compositores a los cuales ha dedicado su existencia como artista: Bach a quien le debe su permanencia en el escenario, Beethoven a quien se acerca con reverencia y admiración, Chopin que en su música le habla del desarraigo que ella conoce de primera mano, Mozart, cuya música le fluye con asombrosa naturalidad, Haydn que le hace entender asuntos de orden artístico más allá de la nota impresa, Cesar Franck, Brahms, Debussy, Rachmaninov, para ella una asignatura que no se puede eludir, y los que han sido el sello de su paso por la escena: los compositores colombianos, que con audacia llevó a las salas de concierto para desconcierto de medio mundo.
En esto del repertorio hay algo que, es probable, muchos han dejado pasar inadvertido: su desinterés por el virtuosismo. Seguramente, vaya uno a saber si se equivoca, Teresa ha sabido, desde sus conciertos de niña prodigio en Bellas Artes, que para muchos no ha dejado de ser esa curiosidad de la escena, casi una atracción, esa negrita que toca el piano. Por eso no se ha permitido la licencia de los fuegos de artificio del virtuosismo que, quienes entienden de música saben, es fundamentalmente un asunto mecánico, un entrenamiento de las manos y el cuerpo. Con su decisión privó al público de la oportunidad de revelar la música que se agazapa bajo las cascadas de escalas y arpegios de partituras que esperan caer en manos de músicos de verdad: sólo imaginar cómo hubiera recorrido, por ejemplo, las Rapsodias húngaras de Liszt es todo un tema de especulación. Pero ella sabe lo que hace.
Una biografía que tendría que ser de obligada lectura, no para sus miles de admiradores, sino para todo aquel que quiera conocer la realidad de esa mujer negra en un mundo de blancos, cuyo mundo, sí, se parece al de las Matrioshkas, la más pequeña, la única segura, la digna casita de sus padres con tangos saliendo del radio de su mamá, la siguiente el esplendor engañoso y clasista del Palacio, enseguida la Avenida la Playa de Medellín, con sus mansiones que ya no existen y de puertas cerradas para ella, Bogotá, luego Alemania, para al final de todo este periplo de 80 años regresar a las inmediaciones de la primera, al lado del Palacio, donde se recoge en soledad a meditar o abre las puertas para acoger a sus amigos, a sus alumnos de piano, a todos lo que quieran recibir la calidez de su trato y la generosidad de su música… hasta los que la traicionan.
Porque olvido decir que Teresa Gómez es mucho mejor de lo que parece.