Por Emilio Sanmiguel
Colaborador de EL NUEVO SIGLO
Hay asuntos que toca tomar en serio. Como la presentación de la Orkester Nord de Noruega, la tarde del pasado domingo, que bajo la dirección de Martin Wåhlberg recorrió - ¿Estreno absoluto en el país?, es probable- el primero de los oratorios de Georg Friedrich Händel, presentado por primea vez en Roma durante la cuaresma de 1707, bajo el título La Belleza ravveduta nel Trionfo del Tempo e del Disinganno. En versión corta, El triunfo del Tiempo y del Desengaño.
Para tomar en serio por dos motivos.
El primero tiene que ver con la obra misma. Muy joven, y por su propia cuenta, Händel hizo el soñado, por la mayoría de músicos de su tiempo, viaje a Italia. Salió de Hamburgo, pasó por Frankfurt, Múnich, Turín, Milán, se detuvo un buen tiempo en Florencia para, finalmente, llegar a Roma el 14 de enero de 1707.
Llegó a una Roma aún afectada por las consecuencias de la Guerra de Sucesión entre Francia y España; allí la ópera, desde tiempos de Inocencio XII estaba prohibida y, de hecho, ninguno de los antiguos teatros estaba en pie; la atmósfera en la ciudad era tensa por las recientes inundaciones del Tíber y un par de temblores habían afectado el Coliseo y hasta las columnas del Baldaquino de Bernini en San Pedro.
Muchos, entre ellos el mismo Clemente XI, pensaban que esos desastres eran un castigo divino por la lujuria de la nobleza y el alto clero romano, que seguían en su tren de vida fastuoso que, dese luego, incluía una vida musical de primer orden, incluso con representaciones de ópera al interior de sus palacios.
Händel llegó a Roma divinamente recomendado por Ferdinando de Medicis, hijo del gran Duque de Toscana. No tuvo mayor problema para formar parte de la lista de invitados del Cardenal Ottoboni, cuyas veladas musicales eran de calidad excepcional, toda vez que entre sus músicos había figuras de la talla de Alessandro Scarlatti y Arcangelo Corelli.
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Así conoció al cardenal Benedetto Pamplilj, otro árbitro de la vida musical de la época, quien le hizo el encargo del oratorio, con un texto de su autoría. Jonathan Keats, uno de los grandes biógrafos de Händel, se cuida de advertir que no carecía de talento literario el purpurado.
El segundo asunto, no menos importante, tiene que ver con la pertinencia de interpretar, en pleno siglo XXI un oratorio moralista de inicios del XVIII.
La tiene y mucha. No es una ligereza que el grupo noruego resuelva revivir una partitura que Händel tuvo en tan alto aprecio que regresó a ella, treinta años más tarde y cincuenta años después. Además de la obviedad de reutilizar algunas de las arias, consciente de su infinita belleza, como Lascia la spina del Piacere, que convirtió en Lascia ch’io pianga de Rinaldo, una de sus arias más interpretadas y famosas.
En realidad, la pertinencia tiene que ver con el contenido mismo del oratorio por su asombrosa actualidad en tiempos cuando los seres humanos buscan, a cualquier precio la eternidad de la belleza en una lucha, a la final sin sentido, contra el tiempo: el Tempo y la Belleza. No en vano son tantas las similitudes de los tiempos que corren y el s. XVIII. Por eso lo de la tarde del domingo fue algo más que la oportunidad, siempre bienvenida, de disfrutar la gloriosa música de Händel.
Por lo demás, el grupo dirigido por Martin Wåhlberg estuvo a la altura de las expectativas y brindaron al público, que lamentablemente no copó el aforo de la sala, una versión cuidadosa con algo de espectáculo, por las insinuaciones de movimento escénico de los personajes y la propuesta de luces de Svein Selvik, más sutil, delicada y cuidadosa en la Parte I que en la segunda, algo desprolija y evidente.
Intérpretes: la soprano francesa Pauline Texier como Belleza y la mezzosoprano irlandesa Gemma Ní Bhriain como Piacere, que llevaron la parte más fuerte de la responsabilidad y algunas de las arias más lúcidas. La mezzosoprano noruega Mari Askvik como el Disinganno, correcta, aunque no logró escalar la cumbre esperada en uno de los momentos cumbres, el aria de la parte I Crede l’uom, por su registro grave insuficiente. Bien, bastante bien la actuación del tenor danés Kristoffer Emil Appel como Tempo.
Ahora, la gran actuación, se impone decirlo, fue de la orquesta, por la transparencia del sonido, por el manejo de los matices y todo eso que se llama estilo e imaginación del director.
Una gran tarde para el oratorio del Caro sassone como llamaron los italianos a Händel que, por esas cosas del destino, fue quien terminó llevando la ópera italiana a su clímax.