Recientemente, el Gobierno Nacional propuso hablar sobre la reforma a la Ley 30 de 1992, que es la normativa fundamental que rige la educación superior en Colombia. Por supuesto, revisitar este tema en cualquier país debe ser una dilección vigente del Estado y de la ciudadanía, que gracias a una asiduidad de permisiones conversadas entre las comunidades del pensamiento construya una educación pensada para lo superior. Por eso se comprende, sin apegos, que hablar (de nuevo) sobre la educación superior en Colombia sea una legítima preocupación, que es menester sea renglón sustancial de éste y de todos los gobiernos.
No obstante, tras hacer un recorrido por los documentos de pública consulta que hasta el momento ha puesto a disposición el Gobierno Nacional, y de cotejarlos con algunos de los comentarios que se han publicado en prensa y comparar todo esto con la legislación y doctrina existentes sobre educación superior en Colombia, me queda un sinsabor. Por eso, consideré prudente escribir unas glosas breves sobre algunos elementos que considero esenciales de la Ley 30 de 1992, y su proyecto de reforma.
Hace más de tres décadas Camilo Noguera Calderón, mi padre, empeñó su ciencia, experiencia y voluntad en legar un marco normativo y una fundamentación conceptual que estimulase el desarrollo, la calidad y la ampliación de la cobertura de la educación superior en Colombia, en conformidad con el mandato de la recién estrenada Constitución. Tal esfuerzo se materializó en el rol que tuvo como coautor de la ley 30 de 1992, y en la consecuente tarea de presentar un estudio detallado de dicha norma, que le encomendaron la Asociación Colombiana de Universidades -Ascun-, y el Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Suprerior -Icfes-, y que se concretó en el trabajo intitulado El proceso de construcción de las bases de la educación superior. Una tarea inconclusa para la sociedad, edición de 1996, y edición revisada y actualizada de 1998, del cual fue su coautor principal.
El documento tuvo una gran acogida entre profesores y directivos de instituciones de educación superior, y amplia circulación en los distintos sectores de la educación de todo el país, constituyéndose como una guía de estudio y un referente acerca de la ley 30 de 1992. En resumen, el libro es una compilación normativa comentada que hace un análisis crítico del contenido de la Ley 30 de 1992.
Pero, más allá de ser un comentario normativo de tenor crítico y explicativo es, especialmente, un marco conceptual que fundamenta, dilucida y desarrolla la educación superior en Colombia, con base en una tradición conceptual que ha informado el fin y la naturaleza de la educación universitaria durante siglos, que se resume en comprenderla como preparación para una vida buena, y que mi padre procuró articular, en la medida de las humanas posibilidades, con el contexto nacional. Tradición conceptual que comprende que el ser humano no es perfecto, sino perfectible, y por lo mismo educable, y que para tal propósito necesita de un entorno familiar y social concretos.
En consecuencia, Camilo Noguera Calderón define la educación superior como un proceso encaminado al desarrollo integral de la persona humana:
“La necesidad de propiciar el desarrollo integral de la persona, rescatando su condición esencial de individuo diferente y diferenciable, en un mundo caracterizado por el predominio y la celeridad del cambio científico y tecnológico, en el cual el conocimiento se constituye en la ventaja más significativa de un país, implica definir la educación superior como un proceso, esto es, como una serie de etapas articuladas entre sí, cuyos contenidos presentan un determinado nivel de calidad y de causalidad con los niveles precedentes, y cuyos responsables, además del Estado, son la familia, la sociedad y el mismo individuo”.
Tal comprensión de la educación trae consigo una serie de implícitos que, durante siglos, han nimbado el sentido de la formación; implícitos que son, en realidad, reconocimientos de sumo valor conceptual que vale la pena tener en cuenta siempre que pretenda repensar el fin y la naturaleza de la educación universitaria, con rigor.
Estos son: reconocer al ser humano como persona, y no como mero sujeto; reconocer que la persona puede ascender hasta la virtud o descender hacia el vicio, de lo que se deduce que no todos los medios educativos y gramáticas del conocimiento hacen igual bien, sino que según la exposición a unas u otras formas de conocimiento la vida es lograda, o no; reconocer que la sociedad y la familia son células formativas de lo humano, por lo que deben preservarse; reconocer que la educación superior tiene una finalidad que se corresponde con la naturaleza humana, que es moral, racional y relacional; reconocer que los medios se ordenan según el fin, y que, precisamente por eso, deben garantizar la calidad necesaria para conseguir el desarrollo integral de la persona.
También reconocer que el desarrollo integral de la persona es algo deseable porque es bueno, y no bueno porque es deseable; reconocer que si se encaminan esfuerzos para lograr el desarrollo integral de la persona se da por sentado que sí existe tal desarrollo, o sea, que sí es verdad que el desarrollo integral de la persona es verdadero, porque existe, y que, además, es bueno; por último, reconocer que el desarrollo integral de la persona no es igual que el desarrollo parcial, y que, por eso mismo, hay distinciones y jerarquizaciones entre una persona desarrollada integralmente y una persona desarrollada parcialmente, pues, si no las hubiera, no se apedillaría integral el desarrollo, sino que se hablaría de desarrollo de manera indistinta, sin especificación acerca de su integralidad o parcialidad.
Aunque en la próxima glosa explico cada uno de los reconocimientos que he señalado, aquí me limito a recordar, brevísimamente, la teoría genuina que sostiene el concepto de desarrollo integral de la persona que, con el tiempo, ha perdido (desafortunadamente) su sentido original, por las interpretaciones que han hecho corrientes del pensamiento deudoras del relativismo moral, el indiferentismo axiológico, el cientificismo, el fisicalismo, el culturalismo y, por supuesto, el progresismo ideológico. Corrientes en las que subyacen diferentes concepciones respecto de lo que es el hombre y la naturaleza humana. Pero esa filigrana filosófica no la desbrozo ni en esta glosa ni en las subsiguientes.
En conclusión, la siguiente aclaración: el concepto de desarrollo integral de la persona que adopta la Ley 30 de 1992, pero también otros sistemas educativos del mundo y otras doctrinas y narrativas que informan la filosofía de la educación, es un concepto que ha sido hilado y densificado por siglos, cuya idea conceptual más robusta emerge en la filosofía cristiana, y se actualiza, epistemológicamente, en varias de sus expresiones, tales como la antropología personalista, la metafísica realista, la fenomenología axiológica, la bioética personalista, la Doctrina social de la Iglesia, el neotomismo, el neoaristotelismo, y el personalismo.
Esto es menester aclararlo para evitar que se cuelen en la reflexión sobre la educación universitaria discursos cristianófobos, de formas implícitas o explícitas, y más bien se reconozca el resplandor que ha traido la filosofía cristiana a la educación universitaria en particular, y a la educación en general.
*Jurista, filósofo y bioeticista