Riccarda Caribello debió ser que ser un personaje excepcional: “Mi madre adoraba los pájaros, en la nuestra, una casona antigua de Cali, había un gran patio lleno de árboles que ella cubrió con una malla y había cientos de canarios que cantaban como locos. Posiblemente eso tuvo influencia en mí, porque de niña yo cantaba como un canarito” recordaba años más tarde Marina Tafur intentando explicar el origen de su vocación.
Debió ser muy especial la signora Riccarda, que era de ancestro italiano, con su patio de canarios. Su nieta Juanita Lascarro la recuerda como un ser de temperamento resuelto, pero muy sensible. Así debió ser, porque de sus hijos, tres fueron artistas mientras como una mamma, estaba al mando de la casa y la familia.
De cinco hijos, Nieves, la mayor, fue una ceramista que con sus manos moldeaba la arcilla para convertirla en nidos de aves de increíble belleza y sensualidad. Alicia, la segunda, fue una pintora y escultora genial; sus manos doblegaron el metal hasta convertirlo en aves fantásticas cuya belleza inquietante de brillo plateado no cesan de desafiar la gravedad en su vuelo. Marina, la menor, estuvo en posesión de una de las voces más bellas y refinadas que haya oído este mundo; no exagero, tenía terciopelo y esmalte y sabía manejar ese instrumento con sabiduría.
Por las venas de las Tafur corría paralela la sangre fenicia con la italiana: libres como navegantes fenicios y sensibles como mujeres italianas.
Marina, que nació en Cali, el 7 de febrero de 1939, falleció en Bogotá el pasado 26 de septiembre. Seguramente pasará a la historia de la música colombiana, no como una diva ni como una cantante ambiciosa. Lo suyo, más allá de la música era el arte. La ambición, que jalona la vida de tantos de sus colegas la tuvo sin cuidado: Éxito… ¿qué se puede llamar tener éxito? Son tantos los factores que lo llevan a uno a tenerlo, o no… es algo tan humano, depende de tantas cosas. Tal vez por mi temperamento no ha sido el sumun de mi vida: si lo tengo ¡fantástico!, si no, ¡no importa!
Si lo hubiera querido, con su voz, su temperamento de artista, la delicadeza y rigor de su presencia en la escena -la de la ópera y la del recital- y con su elegancia habría llegado a donde le hubiera dado la gana. Pero no hacía concesiones. De ninguna índole. Parodiando a Victoria de los Ángeles, no fue cantante de griteríos, fue una intérprete de minorías. Su arte iba dirigido a un público capaz de entender que el cantante es ese personaje cuya razón de ser es servir al compositor.
Se entregaba al repertorio de modo ejemplar y no se limitaba a seguir la partitura: su interpretación escondía horas de análisis, persuasión y reflexión sobre cada detalle del pentagrama, para entender y comprehender la razón de ser de cada nota, entonces sí, como Alicia, buscaba en la paleta de su voz el color adecuado para hacer de texto y música un acto de honestidad y creación.
El repertorio de Marina
El suyo fue increíblemente extenso. Iba de lo barroco a lo contemporáneo, siempre con autoridad.
En el barroco sorprendía el magisterio de su agilidad para resolver pasajes de increíble dificultad, con naturalidad y limpieza cristalina en la emisión de cada nota, con algo más sorprendente aún: podía comunicarle al auditorio que disfrutaba su trabajo. ¿Cómo hacer que el público disfrute si el artista no se regocija en la música?
Lo propio cuando iba a los clásicos. El eco de su interpretación de la soprano en la Missa in tempore belli de Haydn, con la Filarmónica de Bogotá dirigida por Dimitar Manolov, está ahí, suspendido en el espacio del auditorio León de Greiff. Igual con Mozart, de quien recordaba, con nostalgia, su Reina de la noche de La flauta mágica en Suiza o cuando encarnó personajes mozartianos con la Ópera de Colombia en el Colón.
De esas temporadas cómo olvidar su dulce Micaëla en Carmen de Bizet o sus magistrales retratos de Cio-Cio-San de Madama Butterfly o Mimì de La Bohème de Puccini, donde desplegó su capacidad para dar vida a personajes, aparentemente vulnerables pero que, como ella, eran de acero en su interior. Porque, atención, tenía muy en claro su valía, y no tenía temor de expresar, sin eufemismos, pero con elegancia lo que pensaba.
Capítulo aparte para sus incursiones en la música contemporánea. Probablemente única cantante colombiana de su generación, que enfrentó ese reto con convicción. Baste recordar cuando en la Luis Ángel Arango, en 1989, con el grupo británico Lontano, recorrió la música de Odaline de la Martínez.
Sin embargo, donde escaló el Himalaya fue en el recital. Ahí su arte llegó a donde ninguna otra cantante había incursionado, principalmente en la música francesa que fue su especialidad. Algunas de sus contemporáneas hicieron conciertos, pero, la única recitalista en un sentido profundo de la palabra, fue Marina Tafur. Cada una de esas presentaciones fue un acto de inteligencia y entrega trascendental. Sensibilidad e inteligencia iban de la mano en sus recitales, donde las obras se entrelazaban, una tras otra, como si quisiera narrar una historia o compartir lo más profundo de su intimidad: Fauré, Debussy, Ravel, Duparc. Cuando en el Colón recorrió Les nuits d´eté de Berlioz, con la Sinfónica de Colombia, hizo algo fuera de serie y la ovación esa noche fue más que merecida.
Escribió capítulos sin parangón, como al atardecer del 31 de marzo de 1983, jueves santo, en medio de una Popayán devastada por el terremoto, cuando su voz se alzó, esperanzadora entre las ruinas para entonar el Pie Jesu del Requiem de Fauré.
En ella todo fue refinamiento, su manera de entrar al escenario, la entonación de su voz al hablar, el gusto exquisito para escoger la manera de vestirse, su saber estar en la escena, hasta las maneras para recibir al interior de su casa.
La vida le dio un regalo que debió ser la afirmación de sus convicciones artísticas: una hija violinista, Alexandra, Sandra, y una soprano como ella, Juanita Lascarro que hizo realidad lo que Marina no quiso, alcanzar: el gran reconocimiento internacional, pisar con autoridad grandes escenarios, no cantar con los grandes, sino ser uno de ellos; Juanita Lascarro se ha permitido abordar la música, como su madre, con personalidad, inteligencia y determinación. Si Marina fue la única recitalista de su tiempo, Juanita lo es hoy en día. Lo que se hereda no se hurta.
Es probable que jamás se equivocara cuando compareció ante el público. Porque tenía respeto reverencial, por el auditorio y por el compositor. Su única arma fue su arte. Siempre apartada de las intrigas de los corredores del establecimiento cultural y ajena a los atajos para acceder al escenario, de este país y del mundo, porque prodigó su canto generoso en todas partes, en Inglaterra fue respetadísima y actuó arropada de personalidades de la talla de Michel Corboz, para sólo traer un nombre a colación.
Cuando murió, hacía casi 25 años se había refugiado en el ensimismamiento de sus propias tinieblas. Tal vez por eso, el aparato burocrático de la cultura dejó pasar inadvertida su despedida de este mundo. Ni siquiera las organizaciones feministas se permitieron despedir a la última de las Tafur, que fueron mujeres independientes, llenas de encanto, ejemplares como luchadoras y grandísimas artistas.
Última de esas hermanas que se forjaron a sí mismas en medio de la algarabía del patio de la casa de Riccarda Caribello