EN las dos glosas anteriores expuse algunos elementos del marco conceptual sustancial que sentó las bases de la Ley 30 de 1992. En la presente y consiguientes glosas tomaré en consideración los elementos que han sido puestos sobre la mesa por el actual gobierno, siguiendo el hilo cronológico en que han sido presentados.
A mitad del presente año fueron puestos a consideración de la ciudadanía siete documentos que constituyeron la “exposición de motivos” de la reforma. Tales documentos, además de arengar por aquí y por allá algunos lugares comunes (la calidad, la regionalización, la actualización tecnológica, etc.), presentan un “argumento de fondo”, utilizado como el leitmotiv de la reforma.
El “argumento de fondo” consiste, básicamente, en acusar a la Ley 30 de “reducir” la educación superior de su estatus constitucional de “derecho”, al estatus de “servicio”, atribuyéndole al artículo 5 de la Ley 30 ser la causa de todos los males y falencias de la educación superior en Colombia. Según se afirma y se porfía hasta el cansancio, esta disminución jurídica es responsable de sentar una especie de discriminación fundamental.
Pero la sentencia difícilmente puede considerarse algo más que un juicio de valor. En estricto sentido, es una desafortunada incriminación que tiene como único soporte probatorio la repetición, que no es prueba, sino mera estrategia retórica y propaganda. En rigor, para sostener tal afirmación con propiedad tendrían que demostrarse al menos una de dos cosas: una inferencia lógica, o hechos consumados. Pero ninguno de los dos se demuestra.
Desde el punto de vista lógico, hay que analizar dos aspectos insinuados y sobrentendidos, aunque no sustentados en las consideraciones que se han publicado: a nivel jurídico, el alcance semántico y performativo de la categorización de la educación superior como “servicio” y no como “derecho”, y la cláusula condicional. Analizo, primero, esta última.
Se insinúa, persistentemente, una relación de necesaria exclusión discriminatoria en el artículo 5° de la Ley 30 por sostener la cláusula condicional siguiente: “será accesible a quienes demuestren poseer las capacidades requeridas y cumplan con las condiciones académicas exigidas en cada caso” (Ley 30, art. 5). Con semejante crítica, el proyecto le declara la guerra al sentido común y a la fuerza de los hechos.
Mediante un sofisma de falsa asociación, que nunca se dice abiertamente, pero que sí está definitivamente insinuado, la retórica de los documentos de la exposición de motivos asocia la idea condicional de “capacidades requeridas” con capacidad financiera o, peor aún, con racismos y etnocentrismos. Evidentemente, lo que la norma estableció es lo que la misma documentación sí reconoce de paso, pero que, para colmo del absurdo, también se estigmatiza: la meritocracia.
Según lo recogido en la exposición de motivos, la “meritocracia desconoce las desigualdades sociales y económicas” (Objeto del Proyecto de Reforma a La Ley 30 de 1992, 2023, p.2). Esta afirmación significa descalificar el principio que fundamenta el distintivo mismo de la educación superior, en tanto que superior.
Por consiguiente, se vuelve desconcertantemente indispensable tener que recordar que la educación superior tiene un criterio de selección competitivo, análogo a lo que sucede con la música y sus concursos o el deporte y sus certámenes, porque su fin es, justamente, hacerse con los más competentes en las respectivas destrezas profesionalizantes, que no felicitarlos o condecorarlos ni graduarlos porque sí.
La cuestión a tratar es simple y evidente: quienes sean recibidos como médicos, por ejemplo, deben ser las personas que mejor puedan ejercer la medicina para que la salud de la sociedad tenga mejorías y reduzca riesgos. Si se titula a cualquiera de ingeniero civil solamente porque tiene la buena voluntad de serlo y en virtud de su pretendido derecho a serlo, aunque no consiga de raciocinios formales, abstractos y cuantitativos correctos para estimar magnitudes y fuerzas, con certeza el país tendrá más puentes cayendo.
El resultado de tener profesionales incompetentes significaría, en suma, una catástrofe social: abogados incapaces de comprender la justicia y de practicarla; novelistas, guionistas y poetas con errores de gramática en sus escritos; músicos sin destrezas instrumentales y hasta sin sensibilidad artística; docentes incultos; teólogos y sacerdotes ignorantes de la doctrina, entre una larga lista de análoga índole.
Sin duda, esto puede chocar con un discurso informado por creencias repelentes a toda idea de que la distribución social de roles debe atender al criterio del más capaz, sustituyéndolo por el criterio del más lastimero; narrativa emotivista y, por obviedad, más atractiva electoralmente. Pero, por odioso que llegue a sonar (para algunos), lo cierto es que sin el criterio del mérito la educación superior deja de existir, pues lo que quedaría, si algo quedase, serían centros de información y de cursos libres, y, o, más aterrador, de ideologización continuada.
Claro que existen desigualdades sociales, económicas y culturales que deben ser atendidas en la educación básica y media, y en la oferta cultural que se patrocina desde gobierno, que muchas veces es destinada, sin criterio, a la ideologización y las modas. Pero eliminar estas injusticias de competencia sigue la misma lógica perversa de reducir el crimen desestimando delitos, o de suprimir las desigualdades económicas borrando la economía. Según la lógica de lo que se le propone al país, se debería cambiar el nombre de educación superior por “educación posterior”, pues lo único que la caracterizaría sería ir después del bachillerato. La educación superior se llama superior, porque busca reunir a los mejores profesores con los mejores estudiantes para favorecer el avance y ampliación del conocimiento.
Posiblemente, en este punto de la lectura varios ya me habrán calificado de elitista. En los tiempos actuales, nada es más sencillo que usar descalificativos para ahorrarse la molestia y el esfuerzo de pensar, revisar los argumentos y cuestionarse. Supongo que estamos llenos de ufanos totalitarios que posan de demócratas.
En fin, elitista o no elitista, la realidad se impone. De manera que para los que no se convencen con las consideraciones filosóficas sobre el asunto, también hay datos y estadísticas que podrían rastrearse. Más aún, todos los datos y estadísticas respaldan esta intransigente realidad. Búsquese donde quiera.
En cuanto a cobertura, mientras todos los países han adelantado programas de 0% analfabetismo a nivel mundial, el país con mayor cobertura de educación superior, Canadá, no llega al 60%, según las estadísticas disponibles en diversas fuentes. Alemania, paradigma de educación gratuita y amparada por el Estado para atender cuantas circunstancias, distintas al mérito, puedan impedir a alguien el acceso a la educación superior, no solamente se encuentra sobre los mismos valores, sino que, con razón, se enorgullece del rigor y objetividad de sus exámenes de admisión. Cosas semejantes podrían decirse de Japón, Finlandia, Suiza, Rusia, Estados Unidos, y Reino Unido.
Los mejores sistemas de educación superior del mundo no cuestionan el criterio del mérito. Por el contrario, mucho se esfuerzan por hacerlo valer. Sucede que la meritocracia no entra en detrimento de la cobertura, únicamente le pone un techo, que es el techo de la calidad.
*Jurista, filósofo y bioeticista