Álvaro Gómez, ejemplar | El Nuevo Siglo
Domingo, 2 de Noviembre de 2014

Asesinado en la cúspide de su lucidez

Su peor enemigo fue el Régimen

 

Fue de no creerlo. Ese día, hace hoy 19 años, en la mañana, los extras radiales comenzaron a decir que Álvaro Gómez Hurtado había sido gravemente herido a la salida de dictar clases, en la Universidad Sergio Arboleda, y que se temía por su vida. ¡De dónde aquí semejante barbaridad! No podía ser cierto. Pero a los pocos minutos pudo constatarse que esa barbaridad tenía todos los visos de la realidad lúgubre y estruendosa. En efecto, Álvaro Gómez Hurtado había sido asesinado.

Alrededor de siete años antes otra noticia similar, con el mismo protagonista, retumbó en los oídos de los colombianos: Álvaro Gómez Hurtado había sido secuestrado, a la salida de misa, por un comando del M-19.

En el segundo caso sus captores, que se adjudicaron el hecho mucho después, adujeron que lo habían hecho como parte de algo que llamaron “la guerra a la oligarquía”. Inclusive, alcanzaron a argüir que dizque lo hacían por su responsabilidad en la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. Era parte de un supuesto “juicio político” de los terroristas.  Al final fue liberado tras casi cuatro meses de cautiverio, cuando sus captores hubieron de reconocer el temple y la dignidad con que se mantuvo, sin desmayar, durante el plagio. Precisamente, al asesinato de Gaitán, cuya autoría intelectual nunca fue develada, la familia Gómez Hurtado, en cabeza de Laureano Gómez, fue perseguida hasta aniquilar su residencia y lugar de trabajo que era el periódico El Siglo, donde Álvaro Gómez era alma principal. Un par de años después, Laureano Gómez volvió, cuando todo el mundo daba por sepultada su carrera, y ganó la Presidencia, de la que sin embargo fue derrocado por el golpe militar de 1953, volviendo la familia al destierro.

Todo ello, el asesinato, el secuestro y el exilio, hubo de sufrir Álvaro Gómez en una vida por lo demás, dedicada con intensidad a las letras, la política y la cultura. Aún los adversarios más enconados, que los tuvo por no ceder nunca en sus convicciones, reconocieron en él a un contrincante de altura, como sus seguidores al más ejemplar de los colombianos.

Sabe Dios, desde luego, cuánta la vida le quedaría naturalmente a Álvaro Gómez cuando le fue cegada violentamente su existencia. Era un hombre de 75 años, en plenas facultades mentales, y precisamente en los últimos tiempos había aportado, de un modo singularísimo, sus ideas sobre la institucionalidad colombiana en la Asamblea Constituyente de 1991. Siempre se quejó de que había quedado mucho por desarrollar, por lo que estuvo de acuerdo en que los constituyentes deberían ir al Congreso inmediato a fin de crear las cláusulas constitucionales que habían quedado pendientes de leyes posteriores, pero el mismo M-19, cuya desmovilización se había pactado luego de su secuestro, se opuso intempestivamente al tema con el Partido Liberal, en el gobierno, y se truncó la posibilidad de haber tenido un Parlamento amigo de la nueva Constitución. Uno de sus contemporáneos, justamente el expresidente Alfonso López Michelsen, entonces jefe del Partido Liberal, vivió más allá de los noventa años, siempre con una lucidez a toda prueba. De haber tenido Álvaro Gómez la misma oportunidad, seguramente habría mantenido el vigor de sus luces al país durante un buen tiempo. Si bien retirado de la política activa, al momento de su asesinato mantenía su tribuna desde este periódico. Y allí muchos colombianos encontraron la lumbre en sus editoriales, en medio de la crisis política suscitada por los escándalos conocidos durante la presidencia de Ernesto Samper, que sumieron al país en la oscuridad.

Álvaro Gómez siempre quiso adherentes para sus convicciones más que cederlas, como se dijo, por los  votos y la elasticidad política necesaria para acceder a la Presidencia a la que aspiró en tres ocasiones. Nunca se quejó ante las pérdidas y siempre retomaba sus escritos porque en él la política era un acto funcional y no de resultados. Prefería quedarse solo, siempre y cuando pudiera explicar sus razones ideológicas. Sus consignas quedaron en parte establecidas en la Constitución de 1991, como la Fiscalía General de la Nación, por cuya creación luchó durante varios lustros. Antes había logrado la elección popular de alcaldes, ampliando la democracia. Creyó en la despenalización de la droga, porque la inmensa liquidez monetaria que ella adquiría se debía a la prohibición. Le desdibujaron la idea inicial del Consejo Superior de la Judicatura y siempre creyó en la planeación económica como fórmula para disciplinar el presupuesto nacional y evitar la fuga de recursos en corruptelas o temas innecesarios. Denunció al Régimen o la forma de decir un sistema de complicidades en vez de las solidaridades que exige la política en todo el sentido de la palabra. Y por eso lo mataron.