No deja de ser paradójico que, si bien los últimos tres gobiernos han resaltado que la educación es el rubro oficial con mayor asignación presupuestal, incluso por encima del sector defensa, hoy las universidades públicas estén arrastrando una crisis estructural equivalente a un déficit de 19 billones de pesos.
Resulta aún más complicado que ese hueco presupuestal siga creciendo pese a distintas estrategias implementadas en la última década para facilitar el acceso de los jóvenes a la educación superior. Desde programas como “Ser pilo paga” en el mandato Santos, “Generación E” en el de Duque y “Matrícula cero” −ya una ley− en la actual administración, cada vez han sido más las facilidades para que las personas de bajos y medianos recursos puedan cursar estudios técnicos, tecnológicos y universitarios. Igual ocurre con las líneas de crédito del Icetex para otorgar préstamos a los alumnos de instituciones públicas y privadas, cuyas tasas de interés y plazos de amortización han sido flexibilizados. A todo lo anterior debe sumarse el impacto superlativo del esfuerzo de la empresa privada multiplicando sus iniciativas de becas y patrocinios, beneficiando a decenas de miles de jóvenes. Adicionalmente, gobernaciones y alcaldías han fortalecido sus respectivos programas para que los bachilleres puedan continuar su preparación académica…
Visto lo anterior, impacta lo advertido por el presidente de la Asociación Colombiana de Universidades (Ascun) y rector de la Córdoba, Jairo Torres Oviedo, en torno a que los 34 claustros públicos soportan un billonario desfinanciamiento estructural originado en el indicador inflacionario que se aplica para hacer transferencias presupuestales de la nación a estas instituciones, con base en lo ordenado en la Ley 30 de 1992.
Ese déficit se explica así: cuando empezó a regir esta norma había 155.000 alumnos en los claustros de educación superior oficiales, pero hoy ya son 650.000. Consecuentemente, aumentaron los gastos por mayores plantas de profesores, escalas salariales y pensionales, ampliación de infraestructura, costos administrativos y otros rubros. Si bien las universidades han tratado de apoyarse en ingresos derivados de contratos, investigaciones, asesorías, consultorías y otros servicios, estos no alcanzan para suplir el hueco financiero. Incluso la nación ha tenido que concurrir para sufragar en parte el funcionamiento institucional, pero es apenas un salvavidas parcial.
¿Qué hacer? La solución de fondo está en modificar el indicador de transferencias presupuestales, desligándolo de la evolución inflacionaria y creando una fórmula que refleje realmente los costos en estos claustros públicos. De hecho, en el proyecto gubernamental que cursa en el Congreso −una iniciativa recortada frente a la que el Ejecutivo y su bancada dejaron hundir en último debate a mediados del año pasado en el Senado− ya se contempla esta reforma y hay esperanza en que avance durante este primer semestre.
Sin embargo, es claro que el problema de la educación superior en Colombia pasa no solo por la crisis presupuestal. Hay otros flagelos tanto o más lesivos. Por ejemplo, las brechas de cobertura e instrucción técnica, tecnológica y universitaria entre las áreas urbanas y rurales. También está el desequilibrio entre la calidad y el rendimiento de estudiantes de claustros públicos y privados.
No menos complicado es lo relacionado con el cortocircuito cada vez más evidente entre las carreras que se ofertan y lo que está demandando el mercado laboral. Otros flancos débiles están en los índices de deserción, la lenta adopción de nuevas tecnologías y modernización de pensum, una deficiente internacionalización de las instituciones, los problemas recurrentes con el costo de los créditos del Icetex, las obligaciones pendientes en materia salarial y pensional, así como la inmovilidad de las plantas de profesores por cuestiones sindicales, impidiendo, además, una mejoría permanente en la cualificación del talento docente que permita incrementar el número de instituciones con acreditación nacional y externa…
Hemos indicado en estas páginas que en Colombia está pendiente un examen integral y realista a la calidad, pertinencia, cobertura y eficiencia de la educación superior. Un examen que profundice sobre los aspectos presupuestales, de infraestructura, mejoría de la planta profesoral y demás talento humano. Que ahonde en el aumento del nivel académico y de la capacidad investigativa, innovadora y científica. Igualmente, que establezca una concordancia real entre oferta de carreras y demanda de profesionales, tecnólogos y técnicos, al tiempo que fortalezca la capacidad de progresión hacia especializaciones, posgrados, maestrías y doctorados…
Esos y muchos otros temas deben ponerse bajo la lupa y producir no solo diagnósticos, sino planes de acción estructurales. Los mismos que deben aterrizarse en cronogramas y políticas de Estado, en lugar de simplemente archivarse en documentos y libros, como ha ocurrido con anteriores misiones de expertos y sabios.