El suspenso nacional | El Nuevo Siglo
Viernes, 29 de Junio de 2012

*Doctrinas, responsabilidades y secuelas

**El  Presidente debe recuperar la iniciativa

 

Superada la crisis inmediata y sepultado el orangután de la llamada reforma a la justicia y sus desafueros en el Congreso, muchas son las nuevas doctrinas, responsabilidades pendientes y lógicas secuelas.

Votadas las objeciones de modo unánime entre los congresistas participantes en las sesiones extraordinarias, muy por encima del quórum requerido, comporta, no sólo el rotundo hundimiento del proyecto contra-reformista que por fortuna nunca entró en vigor, sino que el Congreso ha admitido la tesis de que los actos legislativos son objetables por el Presidente de la República, en este caso bajo el nombre de Juan Manuel Santos. Y está bien que así sea, aún en medio de tanto discurso.

Actuó Santos, rectificando y asumiendo la responsabilidad política a través del retiro de su ministro de Justicia como debe ser ante los equívocos y petardos, aun del propio Gobierno, siempre con base en el principio de legalidad y sustentado en la ley orgánica que reglamenta el procedimiento parlamentario, cuyos artículos 221 y 227 lo autorizaban de antemano y típicamente a los efectos. En tal sentido,  sobraba, hay que decirlo, el concepto adicional de equiparar el régimen de los ciudadanos con el de los funcionarios estatales. No, los súbditos de a pie pueden hacer todo lo que no esté prohibido en la ley, mientras los servidores públicos sólo pueden proceder con base en lo que está autorizado.

De otro lado, también proveído está en la cúpula de la Constitución, en eso sí totalmente ajustado a Derecho, que las Ramas del Poder Público no sólo actúan por separado, sino que por igual  deben concurrir para cumplir los fines esenciales del Estado. En este caso, la concurrencia para romper la conjura creada a partir de los miembros de las mismas Ramas, y develada la indignación nacional por ello, era la acción del Presidente un imperativo categórico, soportado además, como ya se dijo, en normativas explícitamente establecidas en los códigos.

 Asimismo, que otros mandatarios desde la vigencia de la Ley 5 de 1992 (reglamento del Congreso) no hubieran hecho uso de la prerrogativa de las objeciones es otra cosa. Y desde luego no podía el Presidente recurrir a otras fórmulas extravagantes como la declaratoria de conmoción interior, sugerida por algunos juristas como si las leyes marciales fueran trompo de quitar y poner según sucedía antes de la Constitución de 1991, ni tampoco usar otras posibilidades como la idea sana pero ineficaz del referendo derogatorio que no solucionaban el objetivo sustancial de impedir el nacimiento de la criatura. Entre lo malo, lo que se hizo fue lo menos objetable.

Por lo demás, tampoco es en modo alguno entendible, ni tiene sindéresis, que un Acto Legislativo de origen gubernamental, filtrado en su trámite y envenenado en la Conciliación parlamentaria con todo tipo de tropelías jurídicas, tuviera que ser promulgado y publicado por el Presidente, obligándolo a dispararse un tiro  en la sien. Ni que por la candidez y precipitud del ministro del ramo tuviera que autoinmolarse, y con esto incendiar la nación, cercenándole su última instancia como Jefe de Estado, de Gobierno y Suprema Autoridad Administrativa.

En efecto, no podía el Primer Mandatario naufragar, como decía Gilberto Alzate Avendaño, en un mar de incisos mientras se paralizaba en medio de las interpretaciones jurídicas a que son tan afectos los colombianos. El problema era sustancialmente político, en el mismo sentido en que la Carta es Constitución Política.

Estaba en juego, fruto de los estropicios, tanto el decoro, el estado de Derecho como la dignidad nacionales y no era dable para Santos sino proceder en el término de la distancia, como en efecto hizo, morigerando en algo el impacto de lo que pudo ser mucho más grave, o mejor, gravísimo de toda calamidad.

Ya será, desde luego, la Corte Constitucional la que dictamine en definitiva el régimen de objeciones presidenciales a los Actos Legislativos, organizando lo dicho en el Reglamento del Congreso y en el entendido de que al menos los de iniciativa gubernamental deberán ser obvio motivo de última revisión presidencial una vez pasados por el Parlamento, como en la práctica ha quedado demostrado de imperioso requerimiento.

 

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Quedan, por supuesto, las responsabilidades. Y no hay duda de que en ello juegan papel principalísimo los partidos políticos, prioritariamente los congregados en la Unidad Nacional.

Hasta el momento, como se refirió, la única responsabilidad política asumida está en cabeza  del renunciado ministro de Justicia, Juan Carlos Esguerra. Algunos piden más, sobre la base de que nunca de los jamases quiere verse comprometido un Gobierno en una conspiración legislativa para borrar del mapa lo que es caro y bueno a todos los colombianos. Pero ha de servir esa conducta republicana del ministro para que los demás la observen con el temple y el tenor ético que debe tenerse para asumir lo que corresponda en la tarea de hacer de Colombia un país mejor, aprender de los yerros y sacar lecciones hacia el futuro. Ello, claro, sólo es posible si no hay escudos, si no hay excusas, si se entiende que la renuncia también es un activo patriótico mientras que el atornillarse a los cargos y dignidades es una conducta lamentable, cínica y provocadora.

Todo, en efecto, de lo que ocurre en el Congreso se cocina y discute previamente en los partidos, mucho más después de organizado el Parlamento por bancadas y se hace parte de una coalición de gobierno. Nada de lo que allí sucede, pese a la sensación de desorden, es improvisado. Hay claras y concretas intenciones en todo lo que allí acontece, aun si la hechura de la ley resulta tan precaria en Colombia. Y es en el seno de los partidos, mucho más cuando ellos están parlamentarizados a más no poder, donde sus directivas planean y determinan su acción política y legislativa.

Hemos dicho, en editoriales anteriores, que la cúpula directiva del Partido Conservador debe renunciar de inmediato. No sobra insistirlo para las otras colectividades, puesto que no es con la dilación de inanes comisiones de la verdad o extravagancias de este tipo como se puede responder con dignidad y pudor a la nación. El resto es actuar con la frescura y sans facon de quienes piensan que aquí no ha pasado nada, asumiendo, como se dijo, una posición cínica. Y de ser así, no podrían calificarse más que de este modo: ¡cínicos! 

Y quedan, claro, los magistrados mendicantes de un período mayor y los congresistas en sí mismos que nunca se han sintonizado con el país real y que la nación quiere ver sujetos a un revocatoria desdichadamente inviable.

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Las secuelas de semejante estropicio, donde el estado de derecho ha sido puesto verdaderamente en riesgo, no deberían afectar la recuperada, a topas y mochas, estabilidad institucional y la marcha económica, de por sí ya amenazada con la crisis del exterior y para lo cual ya se anuncian blindajes que despiertan temor.

En tanto, el presidente Santos tendría que dar un salto hacia adelante, recobrar la iniciativa y salirse del embudo en que paulatinamente se metió y dejó meter, pese a todas las advertencias, hasta soltar amarras hace ocho días. Si es así, si en verdad quiere pasar la página de la horrible noche (dice el himno nacional) podría presentar o coadyuvar un referendo aprobatorio de cláusulas sencillas para cumplir, en consonancia con lo que quiere el pueblo y  los anhelos de cambio que implora la nación.