La Asamblea Constitucional | El Nuevo Siglo
Domingo, 9 de Agosto de 2020
  • No confundir con una Constituyente
  • Desbloquear el sistema de reforma institucional

 

Una vez más está sobre el tapete la discusión alrededor de si es necesario convocar una Asamblea Constituyente para llevar a cabo las grandes reformas que el país tiene pendientes, pero que no se han podido concretar por la vía del Congreso. En la mayoría de los casos los proyectos de ajuste integral que son tramitados en Senado y Cámara terminan hundiéndose por falta de voluntad política de las bancadas de turno o porque los articulados iniciales terminan siendo gravemente desfigurados, convirtiéndose en un peligro para la institucionalidad y la vigencia de Estado Social de Derecho. En otras ocasiones, las reformas aprobadas son de muy corto alcance, dejando latentes las falencias más estructurales y lesivas. Y, por último pero no menos importante, son varios los ejemplos que se pueden citar sobre proyectos de ley y acto legislativo que tras recibir el visto bueno del Parlamento son declarados, total o parcialmente, inexequibles por la Corte Constitucional, ya sea porque durante su trasiego parlamentario se incurrió en vicios insubsanables de forma o fondo, o porque los cambios que plantean encarnan lo que la jurisprudencia del alto tribunal ha dado en llamar “sustitución de la Constitución”.

Visto todo lo anterior, en los últimos años cada vez es más frecuente el debate sobre la necesidad de acudir a una Asamblea Constituyente como fórmula para abocar la reingeniería urgente en cada una de las tres ramas del poder público. Incluso, varios de los análisis proyectados recientemente con ocasión de estar transitando ya hacia la celebración de los treinta años de vigencia de la Carta del 91, coinciden en que no se puede calificar de nada distinto a “bloqueo institucional” el hecho de que graves y sobrediagnosticadas problemáticas en la estructura y funcionalidad del aparato estatal no hayan podido ser corregidas por la vía ordinaria en tres décadas, pese a infinidad de intentos por aplicar las reformas respectivas.

Es allí, precisamente, donde se considera que se podría acudir a lo mandado por el artículo 376 de la Constitución, según el cual mediante ley aprobada por mayoría de los miembros de una y otra Cámara, el Congreso podrá disponer que la ciudadanía, en las urnas, decida si convoca una Asamblea Constituyente con la competencia, el período y la composición que la misma ley determine. Según la Carta, se entenderá aprobada la convocatoria cuando así lo determine no menos de una tercera parte de los integrantes del censo electoral. También se recalca, de un lado, que la Asamblea deberá ser elegida por el voto directo de los ciudadanos, en acto electoral que no podrá coincidir con otro. Igual es taxativo en la norma superior que a partir de la elección quedará en suspenso la facultad ordinaria del Congreso para reformar la Constitución en la materia durante el término señalado para que la Asamblea cumpla sus funciones, adoptando incluso su propio reglamento.

Se trata de un mecanismo, a todas luces, muy complejo. A ello debe sumarse que la propia jurisprudencia constitucional ha ido delimitando los ámbitos de competencia de los ejercicios constituyentes, incluso respecto a la necesidad de avanzar en la delimitación de los temarios, lo que cierra el paso a que la asamblea se declare por derecho propio como omnímoda, omnipotente y omnipresente.

Precisamente por esa complejidad es que hemos defendido en estas columnas la posibilidad de que para reformas tan urgentes y estructurales como la de la justicia, la rama del poder público a la que ha sido más complicado aplicarle ajustes (decenas de proyectos se han hundido en el Congreso o caído en el posterior examen constitucional), se proceda a una especie de “asamblea constitucional”, que consistiría en que el pleno de los senadores y Representantes a la Cámara escoge un grupo importante de expertos, de las diferentes vertientes políticas, con la función específica de estudiar y confeccionar una reingeniería judicial de amplio espectro, con amplia discusión, y que una vez consolidada se sometería a consideración de ambas cámaras legislativas para su respectivo debate y aprobación. Obviamente para implementar un mecanismo de estas características habría que aplicar las reformas constitucionales y legales del caso, pero sin duda sería una alternativa muy funcional a la hora de adelantar las grandes modificaciones que requiere el país desde el punto de vista normativo que, desde luego, implica un acuerdo previo, de amplio espectro nacional.

Más allá de quienes, a partir del impacto de la sorpresiva e incluso innecesaria medida de aseguramiento dictada contra el expresidente Uribe, están urgiendo una salida extraordinaria para concretar una reforma a una justicia que tachan de politizada, es claro que esta rama del poder público requiere un ajuste de fondo, estructural y coherente que mejore el funcionamiento del Estado Social de Derecho. Un ajuste que difícilmente aplicará el Congreso, en donde este objetivo ha fracasado muchas veces e incluso ahora registra un alud de proyectos de ley y acto legislativo en ese sentido. Es precisamente en ese marco en donde la alternativa de una asamblea constitucional, que por desgracia en la misma Constitución se confunde con Constituyente, exclusiva para la reingeniería judicial asoma como la mejor alternativa. No sobraría, pues, para el caso que primero se entrara a estudiar un acto legislativo en el propósito de ajustar los mecanismos reformatorios de la Carta y evitar así el pernicioso bloqueo institucional en que nos encontramos.