No arriar bandera de la paz | El Nuevo Siglo
Miércoles, 8 de Julio de 2015

AL proceso de paz de La Habana se llegó por cuenta de que la Fuerza Pública  copó  buena parte del territorio nacional y, por primera vez,  había cambiado la idea de que el llamado Secretariado de las Farc era intocable.  Todo ello, en buena parte, gracias al Plan Colombia que modificó el eje de la confrontación. Generosamente, como suele ocurrir con quienes bien cumplen su deber, las Fuerzas Militares permitieron abrir el espacio para una salida política negociada al llamado conflicto armado interno, tal y como quedó  definido, por anticipado, en un artículo de la Ley de Víctimas y de Tierras. Se dijo entonces que, fruto de las circunstancias del momento, sería un proceso de paz expeditivo, inclusive cosa de unos meses. Hoy, esa idea ha quedado francamente en el pasado y se llevan tres años de diálogos, actualmente en una aparente sinsalida y con la opinión pública por completo desencantada de los avances.

Pudieron haberse creado excesivas expectativas de tiempo, de acuerdo con las cuales, como se dijo, sería un proceso corto. La realidad ha demostrado lo contrario. Pero no por la nostalgia de que ello no hubiera sido así es dable tirar al mar las llaves del proceso de paz que el Presidente Juan Manuel Santos prometió usar, desde el discurso con el que  inauguró su primer mandato,  para gestar un “Nuevo Amanecer”.

Volver a la Colombia melancólica y que se pretende dejar en el  pasado, rodeada de desplazados y herida en millones de víctimas, como aconteció después de las rupturas de los procesos de La Uribe, Tlaxcala y El Caguán, sería una mácula histórica irreparable. No quiere decir, por supuesto, que el país no pueda salir adelante, surtir los baches económicos que se avizoran por unos años, tratar de cerrar las brechas sociales, mantener la senda del desarrollo entre las vicisitudes, pero, a no dudarlo, esa no es la Colombia que, todos a una,  los colombianos anhelan. Porque, ciertamente, se puede seguir saliendo adelante en medio de la violencia crónica y anacrónica, no obstante lo cual sería un horizonte tan decadente como el de las últimas décadas.

Dicen los expertos que los procesos de paz no funcionan por los formalismos o los cronogramas, sino porque han llegado a su punto de maduración. El primer error consiste, pues, en sostener que el proceso de La Habana es único, como si los anteriores de 1984-86, 1991-92, 1998-2002, no hubieran servido al menos en ese propósito de madurar las cosas. No se trata, en estos casos, de volver a empezar de cero, sino que se presupone que el acumulado histórico ha de servir para concluir una ruta que lleva, sumados los diferentes diálogos, casi una década.

Es, desde luego, lamentable que la tregua unilateral por parte de las Farc se hubiera roto y se tenga ahora el proceso de paz en vilo, alejado de las pretensiones de los ciudadanos. Hemos dicho de tiempo atrás aquí, y lo reiteramos, que si aquello se mostró como un paso apreciable y razonable en la dirección a terminar el conflicto, por desgracia fracturado, es hora de volver por el mismo cauce. Aquello que se ha demostrado plausible puede intentarse de nuevo, de manera que en lo absoluto sería descabellado  retornar a esa tregua unilateral e igualmente pedir del Gobierno que, en esta ocasión, en caso de que ello pasara, le diera la importancia que el asunto merece. No puede seguir manejándose el proceso de paz al vaivén de las encuestas, lógicamente traumatizadas por la espiral de la violencia. Son ellas, sin embargo, un mensaje claro y perentorio de que lo mejor y más factible es retornar al escenario de hace unos meses, cuando ciertamente la violencia bajó su intensidad.  Es, en este caso, un procedimiento claro de voluntad política, que si ya las Farc mostraron recientemente, no tienen por qué no volver a renovar.

Entre tanto, es absolutamente claro, y está demostrado a lo largo de estos años, que no es posible adelantar el proceso de paz sin la mayor cantidad de unificación nacional posible.  Una paz parcelada, con solo pequeñas partes de la sociedad involucrada en ella, no es viable.  Es lógico que, al final, el constituyente primario deberá  avalar o no los acuerdos. En el entretanto y  a hoy lo que es indispensable e improrrogable es la unidad del Estado y la representación política en torno al propósito nacional planteado. Y con ello nos referimos también a la participación del expresidente Álvaro Uribe Vélez,  entendiendo que hace parte sustancial de la dirigencia colombiana y que el pleito político que se mantiene entre el presidente y el expresidente tiene que saldarse por los altos intereses nacionales.

No se trata, por supuesto, de minimizar el asunto a un convite social, sino de darle la formalidad suficiente en un encuentro entre el Jefe de Estado y el Jefe de la Oposición.  Corresponde ello  al Primer Mandatario sobre la base de que, no partidista sino constitucionalmente, debe velar por la unidad nacional.  El negociador oficial, Humberto De La Calle, abrió las compuertas para ello en su reciente entrevista, pero desde luego ahora es el momento de pasar de los adjetivos a lo sustantivo.

El sentido común, aquí y ahora, indica que si bien se ha adelantado la plataforma internacional para sustentar el proceso de paz, falta lo mismo, y con creces, para la simiente nacional. Y no es con los pleitos diarios entre unos y otros sectores, ni con agarrones entre las autoridades estatales como se puedan generar las condiciones propias de un país serio, con la alta dirigencia proclive a establecer los mecanismos de transición a un escenario diferente. Corresponde, claro está, entrar a las Farc en razón, porque así como son ellos colombianos, igualmente lo son los millones que sufren las consecuencias de una guerra que, desde hace tiempo, es hora de finiquitar y sepultar. Propiciar más violencia y sangría es tanto como arriar la bandera de la paz.