Reingeniería a Justicia y Paz | El Nuevo Siglo
Miércoles, 21 de Septiembre de 2011

* Una jurisdicción sobrediagnosticada
* Equilibrar deseo de paz y de justicia 

QUE  la Ley de Justicia y Paz necesita un ajuste urgente no es un diagnóstico nuevo ni sorprendente. Desde hace tiempo se viene hablando de las múltiples falencias que arrastra el mecanismo judicial que se aprobó en 2005 para investigar, juzgar y condenar a los desmovilizados de los grupos paramilitares y la guerrilla acusados de incurrir en delitos graves.
Un ínfimo número de condenas en firme (no pasan de cinco), cambios sobre la marcha a los complejos tiempos procesales, maniobras dilatorias de los imputados, deficiente entrega por parte de éstos de bienes para indemnizar a las víctimas, limitación en el tiempo para acoger a nuevos sindicados, el limbo jurídico en que permanecieron varios años los 19 mil desmovilizados que no tenían acusaciones por delitos graves y, lo que es más grave, un incumplimiento mayor de los principios de verdad, justicia y reparación a las decenas de miles de afectados por el accionar de los grupos ilegales, constituyen el ‘memorial de agravios’ contra la Ley de Justicia y Paz.
El ajuste, pues, es inaplazable. De lo contrario será inviable toda esta legislación excepcional que, como se sabe, permite que las condenas no superen los ocho años de cárcel así se hayan comprobado o confesado masacres, homicidios selectivos, desplazamiento forzado, torturas, secuestros y otras graves violaciones a los derechos humanos. Esta flexibilidad en materia penal y penitenciaria se da en el marco de la llamada justicia transicional, aquella a la que se acude en casos de procesos de paz y como fórmula para atraer hacia la legalidad a las organizaciones armadas que insisten en la violencia como vía para conseguir sus objetivos.
Aunque en 2005 se creyó que esa Ley de Justicia y Paz sería la hoja de ruta definitiva para apuntalar los procesos de reinserción de combatientes ilegales, lo cierto es que la norma no consiguió tramitar de manera eficaz la desmovilización del grueso de grupos paramilitares y menos convenció a la guerrilla de abocar diálogos y negociaciones de paz definitivas que les garantizaran que sus cabecillas, mandos medios y efectivos de base no terminarían en las cárceles pagando largas condenas. Todo lo contrario, se produjo un rebrote de las autodefensas, ahora ‘bautizadas’ como bandas criminales al servicio del narcotráfico (Bacrim), en tanto que la subversión, aunque muy golpeada y disminuida, todavía constituye una grave amenaza para la población y las instituciones.
Por todo lo anterior se ha considerado desde distintos sectores políticos, sociales, judiciales, institucionales, de las propias víctimas e incluso de los partidarios de una salida negociada al conflicto, que es necesario un nuevo marco legal no sólo con el propósito de corregir las falencias de la legislación de Justicia y Paz, sino para reinsertar a las organizaciones armadas que siguen imbuidas en una confrontación que ha mutado y tiene, de un lado, cada día menos tintes ideológicos identificables y, de otro, una imbricación más profunda con el narcotráfico y otro tipo de crímenes comunes.
Hasta el momento hay dos proyectos de reforma radicados en el Congreso. Uno avalado por la coalición parlamentaria gubernamental y otro impulsado por la Fiscalía General. El primero tiene una visión más amplia y filosófica sobre el concepto de justicia transicional y los nuevos campos que debe cubrir en Colombia por la mutación del perfil de los victimarios, mientras el segundo está más referido a mecanismos típicos de procedimiento penal con el fin de acelerar las investigaciones, juicios y producción de condenas. Obviamente serán acumulados y a ese texto resultante se sumarán otras propuestas parlamentarias en camino.
Lo importante aquí es que se produzca un análisis serio, objetivo y realista del marco legal que se requiere para viabilizar procesos de desmovilización y reinserción, siempre y cuando éste conserve el difícil equilibrio entre la necesidad de acabar con la guerra y la obligación de garantizar verdad, justicia y reparación a las víctimas. El Congreso tiene la palabra.