* Posición colombiana sobre las drogas
* Una nación que supo sobreponerse
EN realidad el debate sobre la legalización de las drogas está abierto desde hace más de 30 años. No sólo por académicos como Milton Friedman y los Chicago Boys, portaestandartes de lo que después se llamó el neoliberalismo, o revistas como The Economist, sino también en Colombia por representantes de la centro-derecha o centro-izquierda. Algunos países, incluso, han despenalizado el uso de drogas alucinógenas, como Holanda, pero también han puesto nuevas talanqueras. Otros territorios liberales, como California, han propuesto recientemente referendos en tal sentido, pero la ciudadanía cerró las puertas a esa opción. No ha sido, pues, un debate estático, sino más bien dinámico, sin que el tema se haya acogido como panacea. Inclusive, en siglos anteriores, se dio la guerra del opio en China en referencia a la prohibición que allí se mantenía frente a la legalización que había en regiones de India, en cabeza del Imperio Británico.
La discusión puede, entonces, ser tan antigua como la que se plantea de uso normal de las drogas en ciertos reductos indígenas amerindios como consecuencia de su cultura vernácula.
En Colombia, de la década del 70 a la del 2000, el narcotráfico produjo una liquidez inusitada, de igual o mayor proporción a la del Estado. Durante el lapso el país estuvo amenazado por este desafío, cuya pretensión, por vía del terror o la infiltración, era fundar una narco-democracia. Es más que conocido la cantidad de líderes políticos, magistrados, periodistas, empresarios y miembros de la sociedad en general que cayeron víctimas de esa pretensión. Buena parte del conflicto armado interno, fruto de las fuerzas de extrema izquierda y derecha, ha tenido de combustible la liquidez que otorgan las drogas ilícitas. No obstante, Colombia, como entidad soberana, histórica, institucional y social, mantuvo el criterio de no dejarse arredrar, pese a la sangría, el soborno y la cultura materialista que le quisieron imponer. En general, la Justicia pudo imperar en circunstancias tan dramáticas como el Proceso 8.000 y la para-política, dos casos emblemáticos de infiltración y alianzas narcotraficantes. La Policía y las Fuerzas Armadas, aun con porosidades, lograron hacer prevalecer el imperio de la Ley, en medio de un sinnúmero de dificultades.
Es muy difícil ver el panorama en blanco y negro, pero indudablemente la Nación se ha sobrepuesto a lo que en su momento se consideró indomeñable. Hoy, la vida útil de un jefe mafioso no pasa de un año, luego de que hace unas décadas pudieran emerger carteles tan poderosos como los de Medellín y Cali. Lejos están las épocas en que los narcotraficantes se asociaban a Robin Hood. Por el contrario, hoy la Policía y el Ejército colombianos son motivo de invitación para enseñar tácticas y estrategias contra la delincuencia organizada. El punto de inflexión se dio fundamentalmente con la concertación del Plan Colombia, que desbrozó el camino para imponer la soberanía constitucional. Ello permitió la reducción palmaria de los cultivos ilícitos de hoja de coca y la exportación de cocaína, hasta cifras que están por debajo de otros países.
Todo ese combate de largo plazo, que ha llevado más de una generación, ha sido asaz calamitoso. Aún así, Colombia viene emergiendo como un país digno y templado que enfrentó a las peores plagas que, a su vez, en un abrir y cerrar de ojos habrían podido quebrantar la voluntad de otras naciones. En lo que corresponde al país puede si no declararse una victoria absoluta sí una marcha en la dirección correcta y eficaz.
En su momento, antes de pasar las horcas caudinas, era evidentemente insoslayable pensar que la legalización o despenalización era una de las opciones viables para el país. En la actualidad, luego de haber cruzado el desierto y mirar atrás, el único homenaje a tantas víctimas es mantener la bandera enhiesta y proclamar el nuevo escenario hacia el futuro como totalmente diferente al de la depredación y la melancolía de quienes quisieron acabar con Colombia.
Está bien, pues, participar en el debate sobre la legalización, como lo hace el presidente Juan Manuel Santos. En ello, sin embargo, no es aconsejable tener la primera sino la última palabra. Y así lo es porque Colombia sólo puede proponer la legalización, como hemos sostenido en sendos editoriales, una vez el resto del mundo haya entendido su triunfo sobre tantos factores adversos que pretendieron derruirla.