Por: Pablo Uribe Ruan
Análisis El Nuevo Siglo
A Nayib Bukele nadie le cuestiona su popularidad. Reelecto el domingo pasado con más del 85% de los votos, él representa exitosamente la nueva derecha en América Latina, con un estilo que combina un gobierno gerencial con claros resultados en seguridad y economía acompañado de un lenguaje fresco y sencillo, pero lleno de frases y tesis que quedan en la memoria de sus seguidores.
¿Es cuestionable un presidente que, además de transformar su país, se ha reelegido con más del 85% de los votos? En un principio, no lo es. Bukele cumplió con elecciones democráticas, permitió que la oposición participara y ganó con una abultada diferencia que le da una mayor legitimidad a su segundo periodo.
Lo anterior, sin embargo, es un poco simplista, reduce la democracia a la participación electoral y esconde, en este caso, la historia que antecedió a las elecciones del domingo pasado en El Salvador. “No es tan sencilla la democracia”, decía el politólogo Giovanni Sartori. Visto de este modo, la reelección de Nayib Bukele, sí es cuestionable, y mucho.
Si se mira con detenimiento los últimos años, Bukele ha tomado dos decisiones sistemáticas que han golpeado al débil estado de Derecho salvadoreño, que es la base de cualquier país que se hace llamar democracia liberal, como El Salvador. Una de estas medidas, la primera, fue romper el orden constitucional para introducir la figura de la reelección en la Constitución de 1983. Hecho esto, la segunda ha sido usar tal figura para, como era de esperar, reelegirse.
El origen de los males
Semana tras semana, se dice que la democracia está en crisis. En cada continente, sin excepción, autócratas e iliberales ganan elecciones, paradójicamente, de manera legal y legítima.
El historiador colombiano, Eduardo Posada-Carbó, ha propuesto en una columna en El Tiempo que la crisis democrática (sin desconocer otras causas) viene de la reelección. “Al tema no se le presta debida atención. En parte, por la tendencia de buscar explicaciones estructurales a los problemas. Y por otra, porque se piensa que lo democrático es permitir que el pueblo decida con su voto el dilema reelectoral”, escribió la semana pasada (1 de febrero).
Posada- Carbó hace énfasis en que el origen de la figura de la reelección viene de Estados Unidos, donde el sistema siempre ha permitido esta figura, que, al juzgar por la historia, ha sido más positiva que negativa. Para muchos, la democracia norteamericana es la más sólida del mundo −con las imperfecciones conocidas− y esto se debe, en parte, a la reelección.
El caso de Estados Unidos, sin embargo, es particular, y no parece extrapolable a otros países o regiones, como América Latina, donde la experiencia cuenta que los segundos periodos han tendido a ser peores que los primeros, por mucha diferencia.
“Cuando el jefe del Estado puede ser reelegido”, los “vicios naturales de los gobiernos electivos” se “elevan a gran altura y amenazan la misma existencia del país”, escribía Alexis Tocqueville en “Democracia en América”, y agregaba: “la reelección fomenta el crecimiento del cáncer interno debe resultar fatal al final, aunque sus malas consecuencias no sean inmediatamente percibidas”.
América Latina, una cruda experiencia
Para las elecciones de 1874, en México, el lema de campaña de Porfirio Díaz era “sufragio efectivo y no reelección”. Este lema, audaz luego de varias dictaduras, fue incumplido en reiteradas ocasiones por él, quien hizo todo lo contrario, y construyó una hegemonía política, ‘el porfiriato’, que gobernó México hasta 1910.
Sin seguir el camino de Díaz, Juan Bautista Alberdi, la principal voz de las ideas liberales en Argentina, logró prohibir la reelección unos años antes (1853), para limitar las aspiraciones dictatoriales de Juan Manuel Rosas. “La reelección desnaturaliza al gobierno republicano”, decía Alberdi. “La falta de alternancia afecta significativamente la separación de poderes”, sentenció.
La experiencia en América Latina le ha dado la razón a Alberdi. Como cuenta Jhon M Carey en “The reelection debate in Latin America”, casi todos los segundos periodos de los presidentes que se ha reelegido han estado marcados por corrupción, desequilibrios en la separación de poderes y, en últimas, violencia.
Carlos Menem llegó al poder en 1989 con un paquete de privatizaciones y convergencia monetaria que los argentinos celebraron con un contundente triunfo en las urnas. Menem era el prototipo ideal del neoliberalismo, con una carisma y personalidad que lo hacían avasallador; algunos comparan a Javier Milei con él. Popular y querido, Menem se enfrascó en el vicio de reelegirse y, reelecto, tuvo un segundo periodo para el olvido, sin poder ejecutar la transformación de Argentina que había prometido.
No muy lejos de esta experiencia, Alberto Fujimori también gozaba de una enorme popularidad en su primer periodo en Perú. La guerra que le declaró al Sendero Luminoso estaba dando resultados, con la captura de su máximo cabecilla, Abimael Guzmán. Muy alto en las encuestas, el ‘chino’ (como lo llaman) cerró el Congreso y, más adelante, se reeligió, teniendo un segundo periodo marcado por las violaciones a los derechos humanos y fuertes tensiones institucionales.
Los casos de Menem y Fujimori, como los de Hugo Chávez y Rafael Correa (habrá que discutir Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos), demuestran que, como escribe Rick La Rue en “Presidential Second Terms Are Not Cursed, But the Timing of Reelection Has Become So”, “el valor de los segundos mandatos es sistemática y suficientemente menor que el de los primeros y, por tanto, los segundos mandatos no deberían tener la misma duración que los primeros”.
Autoritarismo millenial
Recordemos, que Fujimori cerró el Congreso y, a partir de entonces, empezó la desinstitucionalización de un Perú que, sin embargo, lo apoyaba masivamente en las encuestas. Algo así, pero con mayor popularidad, le pasa a Bukele.
Según Manuel Meléndez-Sánchez, académico salvadoreño, en un artículo en el Journal of Democracy, “Bukele se basa en el autoritarismo millennial, una estrategia política distintiva que combina llamamientos populistas tradicionales, un comportamiento autoritario clásico y una marca personal juvenil y moderna construida principalmente a través de las redes sociales”.
Bukele llega a su segundo mandato precedido por la ruptura del orden constitucional y un desprecio por la institucionalidad que, a pesar de su ineficacia y corrupción, tiene una razón de ser y es la de equilibrar los poderes ante la acumulación excesiva de poder, como el que él está teniendo, con el control del Congreso, las Cortes y las Fuerzas Armadas, es decir, con todo.
Podrá ser muy popular por los resultados contra ‘Las Maras’; podrá ser muy efectiva su comunicación, pero es incuestionable que el presidente de El Salvador es hoy −si ya no lo era− un “autócrata millenial”.
Ya está en cada uno si se prefiere la autocracia como forma para transformar los dolidos países de América Latina. Cada quien decide, y vota.