CHICAGO – Una característica asombrosa de la política estadounidense hoy en día es la fuga de los “trabajadores” -vale decir, los no profesionales, normalmente obreros u oficinistas- del Partido Demócrata. Durante muchas décadas, después del New Deal, los demócratas fueron el partido que defendía los sindicatos, la seguridad laboral y el salario mínimo, y los republicanos eran los defensores de las empresas.
Sin embargo, según Gallup, la proporción de republicanos que se identifican como “clase trabajadora” o “clase baja” creció del 27% en 2002 al 46% en la actualidad, mientras que el porcentaje de demócratas de clase trabajadora cayó ligeramente (del 37% al 35%). Asimismo, mientras que el 46% de los votantes blancos de hogares sindicalizados apoyaban a los demócratas en 1968, esa proporción había caído a alrededor del 33% en 2020, prácticamente en una condición de empate con los republicanos. Desde los años 1990, los residentes de las localidades más pobres y de clase trabajadora han preferido cada vez más a los republicanos que a los demócratas.
La explicación habitual de este cambio es el auge del “neoliberalismo”: la ideología pro-mercado que prevaleció en los círculos políticos desde los años 1980 hasta comienzos de los años 2000. Los neoliberales promovieron la desregulación y la globalización a través del apoyo al libre comercio, a los flujos de capital sin restricciones y a la máxima migración. Si bien los republicanos impulsaron más las políticas neoliberales que los demócratas, éstos terminaron adoptándolas. Una vez que los partidos ya no se diferenciaron tanto en materia de políticas económicas, los trabajadores se inclinaron por los republicanos, que respondían mejor a sus intereses religiosos y morales, sobre todo su hostilidad a la inmigración.
Algunos culpan a los líderes demócratas de confiar excesivamente en los economistas. Pero la ciencia lúgubre per se no fue el problema. Un diagnóstico más preciso es que las políticas liberales reflejaban ciertas suposiciones peculiares hechas por un grupo de economistas especialmente influyentes, aunque otros observadores, incluso dentro del ámbito económico, siempre reconocieron los errores de su enfoque.
Por ejemplo, una presunción neoliberal sostiene que los mercados laborales son casi siempre competitivos. Esta visión tiene implicancias políticas de amplio alcance, porque los costos de las políticas neoliberales como el libre comercio se concentran entre los trabajadores de las industrias expuestas al comercio. Hasta hace poco, se suponía que los costos para estos trabajadores serían menores. Los trabajadores no calificados encontrarían nuevos empleos con el mismo salario y, si bien los trabajadores más calificados podrían sufrir algunas pérdidas, estarían en condiciones de poner en uso sus habilidades en otras industrias o realizar una formación financiada en parte por el gobierno.
Por el contrario, investigaciones recientes confirman lo que muchos, fuera del ámbito de la economía, habrían considerado sentido común: la pérdida del empleo es financiera y sicológicamente devastadora. Los mercados laborales, a diferencia de la mayoría de los mercados de productos, son locales. La gente no se desarraiga y va a buscar trabajo en otra parte, y los empleos son mucho más importantes para la gente que los bienes o servicios. El cierre de una planta en una comunidad pequeña puede destruir a la comunidad, no solo afectar el sustento de sus empleados.
Una presunción relacionada es que se deberían adoptar aquellas políticas que sobrevivan a una prueba de costo-beneficio. Pero si bien el análisis de costo-beneficio es una herramienta esencial para la evaluación de las políticas, ofrece una orientación deficiente cuando se la usa a la ligera. Desde los años 1980, los responsables de las políticas en agencias como la Agencia de Protección Ambiental han tenido que realizar análisis de costo-beneficio cada vez que emiten regulaciones, y estos cálculos casi siempre han descontado el impacto sobre los empleos.
Por ejemplo, una regulación bien intencionada que reduce la contaminación considera los beneficios sanitarios para los ciudadanos y los costos de cumplimiento de los contaminadores, pero no los efectos en los trabajadores que perderán sus empleos como consecuencia del cambio de política. También es probable que esta omisión estuviera basada en la falsa presunción de que los mercados laborales son invariablemente competitivos, y que los trabajadores siempre pueden pasar de un empleo a otro sin perder demasiado en el camino.
El rol de los sindicatos
La misma suposición también llevó a los demócratas a reducir su apoyo a los sindicatos. En los viejos tiempos, en general se consideraba que los sindicatos eran los defensores de la clase trabajadora. Para la mente neoliberal, eso era imposible. Si los mercados laborales son competitivos, entonces las primas salariales obtenidas por los sindicatos no harían más que hacer subir los precios al consumidor y reducir la producción económica. Hoy se reconoce el valor de los sindicatos. Cuando los empleadores tienen poder de mercado, los sindicatos pueden ser el mejor medio para mejorar el bienestar de los trabajadores, sin sacrificar la eficiencia económica.
La economía se ha visto muy empañada por su papel estelar en el auge del neoliberalismo. La ironía es que la economía académica nunca ha apoyado el análisis de costo-beneficio, porque no hay una base neutral o científica que justifique políticas que benefician a algunas personas y perjudican a otras. La extensa búsqueda de un criterio neutral se agotó en los años 1970, cuando los economistas finalmente se dieron cuenta de que los criterios para evaluar las políticas se basan en premisas morales, no tanto económicas. Desde entonces, la literatura económica revisada por pares rara vez ha permitido argumentos normativos, ya que socavarían las ambiciones científicas de la disciplina.
Sin embargo, los economistas (muchas veces de manera irreflexiva) suelen basarse en el análisis de costo-beneficio cuando prescriben políticas, y como la población y los políticos no distinguen entre debate “académico” y debate “político”, los fracasos en materia de políticas han reducido la capacidad de los economistas en general. Estos hechos también han alimentado el escepticismo que la población experimenta frente a los expertos y tecnócratas de todo tipo.
Sin duda, durante gran parte del período neoliberal, muchos economistas prominentes reconocieron la rigidez y la falta de competencia de los mercados laborales. Sin embargo, recién hace poco empezaron a oponerse a la suposición de que los mercados laborales son competitivos. Cabe sospechar que los fallos de mercado inminentes atribuidos al neoliberalismo -la creciente desigualdad, la devastación de las zonas rurales, la polarización política, la inestabilidad financiera -finalmente proporcionaron una vía para que las opiniones disidentes llegaran a los responsables de las políticas.
Es una ironía dolorosa para los demócratas, que nunca pensaron en abandonar a los trabajadores y creyeron que las políticas neoliberales los ayudarían a reducir los precios y aumentar el crecimiento económico. Ahora, aunque los republicanos hayan hecho mucho menos por los trabajadores, los votantes de la clase trabajadora están cada vez más convencidos de que el Partido Demócrata no se ocupa de ellos, y que se ha convertido en el partido de las élites -vale decir, igual que los republicanos-.
*Abogado estadounidense. Profesor de la Escuela de Leyes de la Universidad de Chicago, es autor de How Antitrust Failed Workers (Oxford University Press, 2021).