La ética del servidor público | El Nuevo Siglo
Foto Alcaldía de Bogotá
Domingo, 28 de Junio de 2020
Alejandra Fierro Valbuena*

Desde la declaración de la emergencia sanitaria, Ministerio Público ha priorizado 1.286 casos relacionados con presuntas irregularidades en el manejo de recursos para ayudas humanitaria. Nueva entrega de la alianza EL NUEVO SIGLO y la Procuraduría.

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El 27 de junio se celebra el día del funcionario público en Colombia. Es una ocasión para hacer un homenaje a todos aquellos que dedican su vida al cuidado de lo público y al servicio a la sociedad; a los que, por vocación y compromiso comprenden que los bienes públicos son sagrados y que, por lo tanto, su actuar debe ser transparente y honesto, no sólo por integridad personal, sino por su condición de servidor, que le obliga a rendir cuentas a la ciudadanía día a día, frente a todas sus acciones.

Esta doble responsabilidad que reviste al servidor público, implica también un alto grado de ejemplaridad que se debe reflejar en que la ciudadanía lo considere como un referente y también como su principal aliado en lo que respecta al papel del Estado frente a la sociedad.

En esta ocasión, en la que dentro de las entidades públicas se destina un espacio para reflexionar sobre el comprimiso, los valores y principios que deben revestir esta noble función, es urgente también generar una reflexión sobre por qué, los servidores públicos carga con el pesado estigma de ser todo lo contrario a lo que se espera de ellos.

El trecer informe del Monitor Ciudadano de la Corrupción, realizado por Transparencia por Colombia, en 2019, detectó que los hechos de corrupción corresponden a la administrativa (73%), privada (9 %) y judicial (7%). También, que de los hechos asociados a corrupción administrativa, los principales son irregularidades en los procesos de contratación pública (46%) y, que dentro del total de actores individuales involucrados en corrupción, el 39% fueron funcionarios públicos y el 30 % autoridades electas por votopopular. (Así se mueve la corrupción, 2019. p 11).

Estas cifras son del todo desalentadores. No es un secreto que en medio de la pandemia, las comunidades vulnerables se han convertido, aún con más fuerza, en las víctimas de los abusos de poder que, de manera escandalosa, han aumentado durante esta etapa. Lo que en principio significó una oportunidad esperanzadora de dar un vuelco a las dinámicas sociales opresivas y egoístas que regían el sistema social instaurado, es ahora foco de un recrudecimiento de acciones de corrupción centradas en los fondos destinados a ayuda humanitaria y atentados contra la integridad y la vida de los más vulnerables.

El incremento de violencias domésticas, que ha desatado el confinamiento, son una muestra de la vulnerabilidad a la que un gran grupo de actores sociales, -conformado en su mayoría por niños y mujeres-, queda expuesto en medio de una situación de crisis como la que vivimos. Así mismo, el aumento de la inseguridad en las grandes ciudades y la recurrencia de asesinatos de líderes sociales a lo largo y ancho de todo el país, nos muestra un triste cuadro de nuestra sociedad, en el que las fracturas sociales están más vivas que nunca y en las que, a pesar de la crisis, no somos capaces de comprendernos como parte de un mismo proyecto, en el que si alguno está mal, somos todos responsables y todos nos vemos afectados.

Frente a este panorama, el papel del servidor público, y lo digo con vergüenza, no brilla solo por su ausencia, sino por ser en muchos casos, el protagonista de estos actos atroces.

Sin duda, esta crisis ha destapado con toda su crudeza, las carencias éticas que impiden que el tejido social necesario para enfrentarla funcione cómo debiera y nos obligan a recurrir al “sálvese quien pueda” como estrategia de supervivencia.

Pongo esto en evidencia, sin desconocer los inmensos esfuerzos que desde las instituciones del Estado se han hecho a través de fondos de solidaridad y ayuda humanitaria. Hay un esfuerzo grande y decidido por parte de la mayoría de los funcionarios públicos por mantener con coherencia y esfuerzo el mandato que los obliga a servir con transparencia, honestidad y sacrificio al país. De esto no hay duda. Lo triste del panorama es que frente la destinación de los recursos que estos mismos funcionarios han recolectado o donado, incluso provenientes de sus propios bolsillos, se han identificado desviaciones y malos usos en escandaloso porcentaje.

La Procuraduría General de la Nación, desde el 23 de marzo, tras la declaratoria de emergencia sanitaria, la Procuraduría General de la Nación ha priorizado 1.286 casos relacionados con presuntas irregularidades en el manejo de recursos destinados a las ayudas humanitarias, para atender la emergencia derivada del covid-19, o para alzar la voz y llamar la atención sobre temas de salud, como la deuda con la red pública hospitalaria, que supera los 5,4 billones de pesos, o la necesidad de proveer equipos de bioseguridad que protejan a los hombres y mujeres que hacen frente en la primera línea a esta pandemia.

Esta situación pone en evidencia la fragilidad del sistema en sus brazos de ayuda. Hay fracturas en las cadenas que deben garantizar que las acciones que nacen en las cabeza del Estado puedan llegar a buen puerto, sin ser interferidos por mafias de poder e intereses egoistas.

Las ciencias del comportamiento, en recientes estudios sobre las causas de la corrupción, muestran que en su gran mayoría, estos tienen que ver con factores del entorno más que con la ausencia de principios morales. Esta afirmación es polémica, porque robar dinero destinado a la ayuda humanitaria no puede ser excusado de ningún modo. Es una acción mala, desde todo punto de vista. Sin embargo, lo interesante es comprender los detonantes de la acción y ahí es donde es clave comprender que las voluntades individuales, en la mayoría de los casos, quedan sometidas a dinámicas sistémicas que determinan la acción de una manera incluso inconsciente. Cuando hablamos de la ética de los servidores públicos tenemos que mirar con lupa los entornos y las prácticas que rodean este ejercicio. Como lo ha señalado el profesor Luis Jorge Garay, la corrupción en Colombia es sistémica, y por lo tanto, no se puede despachar el tema con una simple culpabilidad individual. Es necesario desmotar las dinámicas que implican la normalización de acciones deshonestas y poco transparentes.

Es una tarea ardua, que implica desarraigar prácticas de tempo atrás. Que esta fecha sea la ocasión para no desfallecer en el intento y apostarle con todo el compromiso a procesos destinados a visibilizar cada vez con mayor contundencia estos entornos podridos y generar unos éticamente seguros que permitan a los servidores públicos vivir con coherencia una vocación que está siempre presente y que debe ser respaldada y admirada por toda la ciudadanía.